La crisis de la COVID-19 y el correspondiente confinamiento han dado lugar a una explosión de artículos, post en redes sociales, conversaciones familiares e intervenciones en tertulias mediáticas cuestionando, criticando, analizando, explicando o aportando soluciones para luchar contra la pandemia.
Pocos son los científicos, periodistas o particulares que no hayan hecho su aportación. Destacan algunos tertulianos, que azuzados por la moda de la comunicación, antes llamada telegenia, han sustituido a los virólogos, epidemiólogos y expertos en gestión de pandemias.
El efecto Dunning-Kruger
A estas alturas de la crisis, con una sociedad semiparalizada por la pandemia y sometida a sobrecarga informativa, debemos ahondar ya no en el efecto de la desinformación, sino en analizar qué pretenden conseguir aquellos que, con opiniones en muchas ocasiones infundadas, abordan tan complejo escenario de crisis sanitaria mundial.
El efecto Dunning-Kruger, o cómo los humanos nos convertimos en opinadores de todo sin saber apenas de nada, podría explicar el surgimiento de corrientes de pensamiento no expertas, capaces de solucionar cualquier problema sin importar su naturaleza. Esta teoría se fundamenta en el estudio realizado por David Dunning y Justin Kruger en la Universidad de Cornell, a partir del cual pretendían investigar el comportamiento de unos sujetos poco preparados ante una situación racionalmente compleja.
El resultado del estudio fue la concreción de una teoría según la cual se manifiesta la incapacidad de los sujetos para reconocer su ignorancia así como la tendencia a menospreciar el conocimiento de los expertos en dichas materias. Este sesgo, paradójicamente, convierte a través de una ilusión de superioridad a personas con conocimientos superficiales de algunos asuntos en verdaderos expertos que se atreven con materias tan complejas como la gestión institucional de un escenario tan inusual como el que hoy vivimos.
Es cierto que esta particularidad no resulta especialmente novedosa. Ya Isaac Asimov, en una columna titulada A cult of ignorance, intentó definir las características propias de un pensamiento contrario a las reflexiones de los expertos. Desde entonces, poco ha cambiado porque, en definitiva, vivimos en lo que se ha convenido en llamar la era del anti-intelectualismo.
Relación Gobierno-expertos
Cuando empezaron a llegar las primeras informaciones sobre la COVID-19, se hacía difícil imaginar que la situación llegaría a los extremos que estamos viviendo en España, con más de 26 000 fallecidos en algo más de dos meses en un país con uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo.
La cabeza visible de la gestión de la crisis es Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Hombre cuyo currículum es digno de elogio. Por resaltar algún hito en su carrera: fue director del Centro de Investigación en Enfermedades Tropicales de Manhica (Mozambique) y del Hospital de Ntita en Burundi, además de dirigir el programa del Centro Nacional de Epidemiología (CNE).
Es lo que se llama un experto. Este hecho contrasta con quien es la autoridad máxima del Ministerio de Sanidad, Salvador Illa. Licenciado en Filosofía y máster en Economía y Dirección de Empresas.
Esta situación es usual en política. No siempre los políticos son especialistas en la materia que gestionan. Esa falta o carencia de conocimiento específico se suple con la figura de los asesores. Son, quizá, una figura poco conocida, pero con una transcendencia muy relevante. Son cargos discrecionales basados en la confianza. Son seleccionados por el político para que aporten lo que a él le falta, no sólo ya en el plano científico sino en el personal.
En suma, esta crisis se está gestionando de modo equivalente al resto de países. Los científicos forman el comité de asesoramiento que analiza y aconseja al Ejecutivo en la toma de decisiones. Por tanto, y aunque la cabeza visible no sea un experto, no es cierto que esta pandemia se esté gestionando al margen de la opinión de éstos.
¿Visos de solución?
Comenzábamos cuestionando la actividad de aquellos tertulianos omniscientes, pero sus aportaciones no distan mucho de las de algunos representantes políticos. Con intervenciones llenas de reproches y de descalificaciones personales, apenas se percibe diferencia entre lo que se dice en una tertulia televisiva y lo que escuchamos en la sede de la soberanía nacional. El efecto Dunning-Kruger se ha instalado también entre la clase política española.
El surgimiento de plataformas donde el anonimato permite una condición de libertad de expresión superior ha provocado un incremento del fenómeno, siendo estas plataformas un altavoz capaz de amplificar cualquier opinión particular sin atender a responsabilidades individuales. Cierto es que también sirven para diseminar el conocimiento científico y las recomendaciones y análisis de los realmente expertos.
El termómetro de la opinión ciudadana
La exposición pública permite, entre otras cosas, que algunos ciudadanos nos envalentonemos y demos la opinión que estimemos conveniente sobre asuntos complejos cuya profundidad, quizá, no nos hemos parado a analizar. Esto hace que las redes sociales influyan en gran medida en los partidos políticos. Twitter no debería ser utilizado como termómetro de la opinión ciudadana. Esta situación se intensifica en España por un sistema de partidos altamente polarizado. En consecuencia, España se encamina hacia una realidad crítica. En plena pandemia, partidos políticos y exégetas mediáticos parecen tener un objetivo marcado: acabar con el Gobierno o ensalzar su gestión.
Quizá sea el momento de abandonar luchas mediáticas en busca de réditos partidistas y comenzar a arrojar luz sobre un futuro que se avecina incierto. Ello dependerá de la capacidad de conciliación de los representantes electos y de la voluntad de reconocer al enemigo real, el virus. Separar la gestión de la crisis sanitaria de la ideología debería ser una obligación, y más en estos tiempos de zozobra. Esta doctrina, aunque revolucionaria, plantea la única forma de focalizar, sin lente doctrinal, el problema real. No es el Gobierno, es la COVID-19.
Fuente: Ethic
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