Qué hay, qué hubo de la relación de Medinaceli con el lenguaje, con su propio castellano en versión boliviana, potosina, en un medio en el que a veces llegaba a reprochar amargamente hasta ciertas pronunciaciones o malos usos del lenguaje, mientras se esmeraba en leer libros y gramáticas que ponían las cosas claras y debidas, al mismo tiempo rompía constantemente la forma de muchas palabras, alentaba a una supuesta “pureza” del lenguaje que debía observarse. Comoquiera, la pregunta es: ¿en qué castellano Medinaceli hablaba, escribía?
Observando cosas, así, recordemos a Octavio Paz diciendo: “El español es nuestro y no lo es. O más exactamente, el idioma es una de nuestras incertidumbres”. Esta amarga constatación tiene derivas que no pueden desatenderse. La lengua no es, en absoluto, sólo un instrumento neutro de comunicación. Al contrario, está llena de cicatrices y se graban en ella todas las desarticulaciones y desastres del mundo que la habla. Esta inseguridad del suelo lingüístico, digna de una fenomenología del tropezón, la expresaba muy bien la poeta boliviana Marisol Quiroga en artículo aparecido en La Mariposa Mundial 9 (2002-2003), Alejandra Pizarnik: la palabra rota, que se abre así:
“Para nosotros, latinoamericanos y, más aún bolivianos, herederos de una cultura híbrida, no resuelta, la palabra no es algo dado. No hemos nacido con el don de un lenguaje fácil, o hemos nacido con un don roto, irremediablemente quebrado.”
Más humorísticamente, todavía podemos recordar, en este contexto, que el muy inglés Oscar Wilde, tras un viaje que hizo a Estados Unidos, concluyó que el país le gustaba excepto, dijo, que “nos separa el idioma”.
En Medinaceli se da, en este campo, una gran paradoja o contradicción total entre lo que a veces pregonaba sobre el cuidado del lenguaje con su constante práctica de meter palabras desconocidas o semi inventadas.
Por una parte y según él mismo, los maestros debían esforzarse por que se practique “un culto ‘reverente, apasionado y casi pagano (René Moreno)‘ a la pureza del idioma”.
O ya también, en una página dedicada a rebajar a Adolfo Otero, expone su disgusto ante la palabra “mandolinata” y dictamina que “es preciso usar los términos con propiedad”. Luego una adjetivación le parece impropia y acusa a Otero de hacer “gala de su peculiar falta de respeto por el buen uso del idioma y el ilogismo de sus metáforas”… !Ilogismo de la metáfora! Ahí ya se le fue le mano…
Podríamos citar muchos más párrafos en el mismo sentido.
Sin embargo, y aquí se abre el caso, poco a poco el lector va percibiendo las numerosas veces en que aparecen palabras dudosas, desviadas, improvisadas o claramente inventadas.
Así me pasó a mí hasta que empecé a hacerme cargo del asunto e ir subrayando todas las que iban apareciendo, es decir realizando, paralelamente a la lectura, toda una enquête lexical.
Yendo así, fui descubriendo en las notículas, en las critículas, palabras como
Lumbrarada grisosidad catalográfica arenosidad descalandrajado escintilan los astros terrazgo llovereda, algo escarbajea el espíritu, hay un aparecimiento leyendesco y está lo ternuroso, lo querelloso, la penetrativa bebendurria, lo atediado, o cuando se trata de… consonar…
En este tomo hay como unas cien de esas palabras, ya inventadas, modificadas, o creadas, nunca a partir de la nada, siguiendo más bien los cauces naturales del habla y la lengua, que no el lenguaje. Siempre se entiende lo que se dice o quiere decir, aunque sea la primera vez que uno lee esta u otra palabra. Y si en este tomo hay, como decimos, unas cien, pongamos que en toda su obra, cartas incluidas, habrá entre 200 y 250 de ellas.
Ni poco ni tampoco mucho. El caso da, sin embargo, para ser notado y ser eso: un caso. No debe ser pasado por alto. Recordemos que se trata de alguien particularmente sensible, con muy buen oído lingüístico y las antenas afinadas para captar las corrientes ‘lenguajeras’ que lo rodeaban.
Todas esas palabras modificadas, inventadas o semi inventadas, de alguna manera ya flotaban en dichas corrientes, no eran abstrusas o lejanas, mientras a veces las hay incluso deliciosas, como ese minero “descalandrajado” —¿lo que vendría a ser como una mezcla entre andrajoso y algo más…?
De tal forma, ahí donde casi no se ve, ni casi nadie repara, en las grietas, fronteras e intersticios, resquicios del lenguaje, es que se cometen, por decirlo así, pequeñas fechorías. Esas fechorías, esas averías, desviaciones se ejercen, así hay que decirlo, sobre los significantes, ateniéndonos a la clásica definición sausuriana.
Para seguir escudriñando estas cosas podríamos apoyarnos, pues, en una semiótica del resquicio, capaz de poner en su sitio, o percibir mejor, decir el sitio, el lugar de todas esas desviaciones, terminaciones y demás ocurrencias nominales o verbales. O de una vez podríamos decir, también, que se halla en juego una semiótica de los significantes averiados.
Otro ejemplo todavía. A un disparatado diálogo de índole teatral llamado ‘El cementerio del General Camacho”, Medinaceli le da este final:
“Con lo que se suspendió la sesión (…). Tan macarrones y bujarronazos son estos cachiporristas panfiruleros trapisondistas, idiotas de profesión, camanduleros aguachirles de chichería y rábulas de buhardilla, con capigorristas tufos de sacatrapos de nuestra tabardillesca historiografía de ropavejeros del estilo.”
Ya quisiera uno tener un catálogo, o más bien dicho un diccionario, de todas las palabras “raras” o inventadas por Carlos Medinaceli.
Sin embargo, él pocas veces recurre a semejantes raptos lingüísticos como el que acabo de citar. La tonalidad de, por ejemplo, este tomo, es más seria y se querría digna de figurar en podios más formales. Pasados los tiempos y a estas alturas, las nuestras, más bien lamentamos que Medinaceli no se haya atrevido más por esos caminos. De alguna forma y recordando la pasión geológica de Medinaceli, que se decía un “Zaratustra geológico” uno recuerda las formas en la energía de la tierra, que erupta escandalosamente o se disipa. Ya sea a través de un volcán, en el más radical de los casos, o muy por apenas, pero notablemente también, en pequeños geiseres, aguas termales, resquicios, humos. Así como un Medinaceli secreto y revoltoso se empleó en esas pequeñas desviaciones, averías casi invisibles.
No estaban dadas las cosas como para que, en literatura nadie emprenda aventuras muy desconcertantes, se dirá. Pero por ejemplo a través de Churata, Medinaceli estuvo en contacto con textos (como el libro de poemas Ande) mucho más “vanguardistas” de lo normalmente practicado. O cerca también estuvo, del lado peruano, otra caso sorprendente como Oquendo de Amat. ¿Qué y cuánto más de “avanzado” habría leído Medinacelli? Menciona de pasada a Proust, Joyce, Borges, Huidobro. ¿Pero los habrá leído realmente o sólo es que de oídas los conoce? ¿Qué libros llegarían a Bolivia entonces?
En todo caso y más allá de estas palabras raras o enrarecidas, estos significantes averiados, no parece que Medinaceli haya dado otros pasos decididamente no convencionales.
Por ello es que también se redobla el interés por esa, relativamente ‘poca cosa’ que se encuentra en sus páginas. No muchas veces, pero insistentemente. Falta saber cómo ocurrían. ¿Se daba cuenta el propio autor? ¿Cuán deliberadas o no eran? Se le salían naturalmente (lo más probable) y él ni quiso reprimir esas libertades o ni llegó a ser consciente de su frecuencia, relativa pero frecuencia al fin. Y no se olvide que el afloramiento del inconsciente en las operaciones del significante fue algo muy observado por Lacan.
La importancia y la vindicación del significante también es fuertemente defendida por cierta crítica y lingüística. Así, tenemos a Michel Launay, que se estrella nada menos contra el dogma de la arbitrariedad del signo, asegurando a la postre que el propio sistema de una lengua crea islotes de significantes relativamente motivados. En ese camino, presta atención y reivindica “ciertos usos del lenguaje considerados marginales, incluso “desviados”, como la poesía, los juegos de palabras, los “errores”.” En estos casos, para Launay “Los significantes no sólo transmiten: hablan.”
La palabra poética, para esta visión, es donde los significantes se sueltan con mayor plenitud, y eso lo podemos ver claramente en una figura como la aliteración. Ahí tenemos, por dar un ejemplo, ese famoso verso de Tamayo:
“El cielo lila de la dulce Delos”
No en vano, y en esa vena, un artículo de Serge Salaün se llama “la poesía o la ley de los significantes”. Pero Medinaceli no se dedica a la poesía en este tomo, aunque hay un indudable cariz poético en su trato con ciertas palabras. Lumbrarada arenosida catalográfica, descalandrajado terrazgo y llovereda, algo escarbajea el espíritu y escintilan los astros en la bebendurria…
Imagen: Inmediaciones
Fuente: Los Tiempos