En 1932, el filósofo vitalista francés Henri Bergson publicó Las dos fuentes de la moral y de la religión. En la obra, el premio Nobel propuso el concepto de «sociedad abierta» mediante el que se refirió a aquellas sociedades abiertas y tolerantes, con gobiernos enfocados sobre las necesidades y demandas de la ciudadanía. Bergson eligió morir como judío en el París ocupado por las fuerzas nacionalsocialistas alemanas en 1941. La influencia de su pensamiento, no obstante, se mantuvo entre la intelectualidad de la época.
Uno de los mayores desarrolladores del concepto de «sociedad abierta» fue Karl Popper. En su ensayo La sociedad abierta y sus enemigos, publicado en 1945, concibió esta clase de sociedad como un marco mental en el individuo, siendo imprescindible una ruptura con la proyección gregaria del ser humano. Según Popper, el progreso ético y epistémico genera conciencia humanitarista que es la responsable del desafío a las estructuras de poder, puesto que una vez alcanzada no puede suprimirse. Críticos y defensores de estas ideas al margen, ¿cuándo comenzó a fraguarse el cambio de las sociedades colectivistas y tribales a las abiertas? ¿Comenzó la sociedad abierta en la antigüedad?
El pasado es nuestro espejo
Bergson construyó su pensamiento sobre un profundo conocimiento de la filosofía antigua y clásica griega. Conceptos anteriores como el élan vital («impulso vital»), postulado en La evolución creadora (1907), se apoyan en la idea de «fuerza vital» del filósofo estoico Posidonio, del siglo I a. C. Al margen de las referencias, el análisis que realizó el francés sobre la evolución de las sociedades humanas se fundamentó en un progreso en la participación y toma de conciencia cívica que construyeron las sociedades en la antigüedad y que lo siguen haciendo hoy en día.
El pasado es nuestro espejo. Vivimos en un mundo globalizado que tiende a un proceso de homogeneización. Sin embargo, en la Grecia arcaica, la civilización egipcia fue su espejo. En el segundo milenio antes de nuestra era tuvo lugar la primera de las grandes revoluciones conocidas. «Todo el país gira sobre sí mismo como si fuese el torno de un alfarero», escribió un enigmático príncipe llamado Ipu en las Lamentaciones que llevan su nombre. Antes de que estallase la guerra civil que duró un siglo, la mística sociedad egipcia rompió sus estrechos lazos con el orden establecido, donde el faraón regía la nación del Nilo desde las dimensiones política, ética y religiosa. El privilegio a los enterramientos conforme a los ritos funerarios reservado para los aristócratas y familias adineradas, los abusos de los monarcas sobre una población fundamentalmente rural y campesina, la pérdida de valor del comercio y las artesanías y, por último, la invasión hicsa fueron detonantes para la toma de conciencia social de la población. Cuando terminó el que hoy conocemos como Primer Periodo Intermedio, los egipcios adquirieron una mayor igualdad ante la ley, el derecho a un entierro adecuado y determinadas puestas en valor de su condición campesina.
En Grecia, los filósofos presocráticos iniciaron un proceso mucho más sibilino, pero también infinitamente más potente, de transición de una concepción místico-religiosa del cosmos a una racional. El famoso tópico del paso del «mitos al lógos», que no fue tal, ofrece una idea de la revolución que proporcionaron los fisiócratas: algunos de ellos, educados en Mesopotamia y Egipto, establecieron la confianza en la existencia de un principio, el arché, que explicase el cosmos. Más allá de la discusión sobre la naturaleza, grados y orden de manifestación de la sustancia inteligible y material que sostenía el cosmos (agua, aire, el ápeiron, etc.), el legado común de estos primeros buscadores de la verdad fue la racionalización de los procesos naturales y humanos. Es decir, el prolífico panteón griego, con la caprichosa voluntad divina como explicación última del misterio, dio paso al esfuerzo por el estudio de los acontecimientos, su ordenación paulatina en factores de causa y efecto. La civilización griega, además, centró su fuerza en la pólis o ciudad-estado, en la urbanidad frente al medio rural. La ciudad como núcleo de relación entre extranjeros, viajeros y habitantes con muy diversos oficios y funciones sociales las convirtió en el espacio perfecto para la transmisión del pensamiento y de las ideas.
Contemporáneos a los primeros fisiócratas surgieron diversos tiranos y estadistas que introdujeron reformas que aportasen cohesión a la sociedad urbana. Es el caso de los Siete Sabios. Además de Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene se esforzó por reducir el poder de los aristócratas en favor del demos. Quilón de Esparta introdujo la famosa educación militar que se ofrecía a los ciudadanos de la ciudad y creó sistemas de control de los funcionarios y cargos públicos. Periandro de Corinto introdujo revolucionarias reformas sociales para la época: protegió los derechos de los campesinos, limitó la influencia de la clase aristócrata, reglamentó el trabajo de los esclavos y consolidó la estabilidad de la que era una potencia en ciernes, más aún al incentivar una política colonial.
Atenas y la democracia
Por último, Solón de Atenas destacó por sus contribuciones como reformador. La capital ática era una urbe descomunal en los siglos VII y VI a.C. tanto por el número de habitantes como por las riquezas derivadas del comercio a través del puerto de El Pireo. La caída de la monarquía derivó en el gobierno de los eupátridas («los bien nacidos», o sea, de linaje ateniense). Existía entonces un peculiar proceso de endeudamiento que amenazaba con convertir a los campesinos pobres en siervos de los aristócratas. El proceso fue tan abusivo que derivó en una insurrección de las clases populares en busca de la abolición de las deudas, una mejora en los derechos, la participación política de la población y la reforma de los tribunales, que emprendió el arconte (magistrado gobernante) Dracón, limitando la aplicación del derecho de uso y costumbre. Aristóteles, en su Constitución de los atenienses, reflejó con posterioridad la situación de extrema conflictividad que vivía la ciudad. La solución fue el nombramiento de Solón como arconte y árbitro entre las dos facciones para impedir una guerra civil abierta.
Solón abolió la esclavitud por deudas, recuperó las tierras embargadas por la usura de los aristócratas y reformó aspectos de la vida civil como el matrimonio, mejorando en un mínimo grado los derechos de las mujeres, el rol del pater familias sobre su prole, el sistema censitario y la estructura institucional, entre otros muchos aspectos. El aperturismo de Solón no solo mantuvo el delicado equilibrio en la sociedad ateniense, sino que su éxito permitió que los siguientes estadistas fuesen ampliando reformas, siendo uno de los más destacados Clístenes, opositor del oligarca Iságoras a finales del siglo VI a. C., quien introdujo la «isonomía», o «igualdad ante la ley» en tanto a reparto de derechos civiles y políticos de los ciudadanos sin dependencia del grado de riqueza o de herencia familiar que autores como Heródoto equipararon al término que hoy conocemos como «democracia». A partir de ese momento, Atenas entró en su periodo democrático que finalizó con su derrota en la Guerra del Peloponeso contra Esparta.
Fuente: Ethic
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