Para crear la Constelación de los Caídos desde el desierto de Atacama, los familiares, sus simpatizantes y Amnistía Internacional se proponen bautizar veintiséis estrellas con los nombres de las veintiséis personas que fueron ejecutadas allí en octubre de 1973, durante la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. “Crearemos el primer monumento en el universo donde se conocerán sus historias y sus vidas a través de sus estrellas”, escribe la escritora Nona Fernández en Voyager.
El título ya nos señala cuál es el lugar de los seres humanos en la escala que asume la novela. Aunque la narradora nos cuente la vejez de su madre, su propio parto o la vida de Mario Argüelles Toro —uno de los exterminados—, el texto abre su diafragma hacia el cosmos. La historia del universo, la magnitud de las constelaciones o el nacimiento y la muerte de los soles nos insertan en un espacio y un tiempo en los que no somos prácticamente nada (la mota del polvo de una estrella que hace miles de años que desapareció, aunque la veamos brillar todavía).
Si durante las últimas décadas una parte de la literatura que importa ha trascendido las fronteras nacionales o continentales y se ha atrevido a narrar la dimensión humana del mundo entero —lo que ha provocado un incipiente canon de libros globales—, ahora nace una nueva narrativa de I+D: de investigación y desarrollo de nuevas perspectivas artísticas.
Sus primeros títulos no solo conciben a sus personajes como puntitos rojos en mapas de Google Earth, sino que incluso llegan a invertir la perspectiva para escapar del biocentrismo o del códigocentrismo: en vez de narrar espacios arquitectónicos, urbanos o transnacionales, cuentan la biosfera, el fondo de la Tierra o el espacio y el tiempo cósmicos. Para hacer más precisa y más justa la representación de lo real.
No es casual la convivencia en nuestras librerías —a principios de este 2020— de los ensayos narrativos Subterráneo, de Will Hunt, Bajotierra, de Robert Macfarlane, y El subsuelo, de David W. Wolfe. Aunque los avances científicos y tecnológicos hayan permitido en las últimas dos décadas conocer mejor las profundidades terrestres, la existencia de esos libros se debe tanto a ese nuevo conocimiento como a la toma de conciencia colectiva de que vivimos en el Antropoceno. El impacto de la actividad humana en el planeta durante los dos últimos siglos ha sido devastador. Por creernos cada uno de nosotros el centro del mundo, lo hemos puesto en peligro.
La escala de representación literaria y artística de la modernidad, eminentemente antropocéntrica, ya no es válida. El antropólogo Eduardo Kohn ha escrito sobre nuestra incapacidad de vernos como parte de una gigantesca y extraordinaria red de cooperaciones con los reinos animal, vegetal y mineral. Empezar a percibir la realidad en un conjunto que incluye tanto a la copa del árbol como a sus raíces, tanto el aire como las capas freáticas, ayuda a tomar conciencia de que debemos asumir el daño para lograr repararlo.
Las nuevas tecnologías de perforación del suelo y de esterilización de las muestras extraídas han permitido confirmar la existencia —a miles de metros de profundidad— de complejos ecosistemas de seres microscópicos que viven sin luz solar ni oxígeno (algunos respiran óxido) y que hay más biomasa bajo la superficie de la Tierra que en contacto directo con su atmósfera. Hemos forzado, por tanto, una visión de la realidad en que el foco está en nuestro campo visual o en el de nuestros drones o satélites, cuando en realidad las semillas de la vida se encuentran debajo de la tierra y del agua. Como dice David W. Wolfe en El subsuelo, Darwin nunca afirmó en un libro que la vida probablemente naciera en un caldo de cultivo cercano a la orilla (lo hizo en una carta a un amigo). Lo más probable es que las primeras bacterias surgieran a gran profundidad. “Con cada nuevo descubrimiento subterráneo”, escribe el prestigioso ecólogo estadounidense, “se hace más evidente que el nicho ocupado por el Homo sapiens es más frágil y mucho menos central de lo que pensábamos”.
No se trata solamente de la escala espacial, también hemos impuesto una percepción del tiempo según generaciones, vidas animales o humanas y linajes, que es ajena a la evolución de la mayoría de los fenómenos del mundo natural. “Un bosque de troncos de seiscientos años que se extiende más allá de donde alcanza a ver. Los pilares de una nave de una catedral rojiza. Árboles más viejos que los tipos móviles”, leemos en El clamor de los bosques, de Richard Powers. Aunque en la novela encontremos un archipiélago de intensos personajes humanos, el énfasis está puesto en los seres vegetales más viejos y poderosos del mundo. Algunos tan ancianos como todas las generaciones de una de las familias protagonistas o más antiguos que la literatura moderna que —a través de la obra de Shakespeare, Cervantes o Montaigne— inventó el yo.
El tiempo profundo, escribe Robert Macfarlane en Bajotierra, “es el tiempo geológico, la cronología del subsuelo”, que se mide “en unidades que reducen a la nada el instante de la humanidad: épocas y eones, en vez de minutos y años”. Algunas escritoras y escritores —como los mencionados y muchos otros— se están atreviendo a ampliar radicalmente el foco para hacerse cargo de esas nuevas proporciones del cartografía de lo real. Unas proporciones más adecuadas, más éticas y más acordes con el enorme reto al que se enfrenta la humanidad.
Aunque la industria editorial se empeñe en clasificar muchos de estos libros como “nature writing” o “climate fiction”, su punto de vista —biocéntrico en lugar de antropocéntrico, geológico e incluso cósmico— se está contagiando a todos los géneros y tendencias. En nuestra época de selfis y autoficción, todavía constituyen unas narrativas minoritarias. Pero tiempo al tiempo: tienen la fuerza transformadora de la auténtica vanguardia.
Fuente: NYT
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