La mitad de los habitantes del planeta están confinados en sus hogares. No creo que haya registro en la historia de la humanidad de algo parecido. Un trastorno universal, masivo, total. Esto supera el impacto de las guerras mundiales, las crisis económicas, la amenaza nuclear o, más recientemente, los ataques terroristas. Se expande la alarma, la ansiedad, la controversia y la segregación, aunque esta última adquiera rasgos sutiles. Lo mismo la desigualdad, que se vuelve especialmente cruel. Cunde en todo el mundo la desconfianza en las autoridades y los expertos, no importa el tipo de gobierno ni su ideología. Se les acusa de falta de previsión y anticipación, de no ofrecer soluciones, de ocultar información y de actuar ya sea con tardanza o precipitación, con exceso de tolerancia o de intransigencia.
Thomas L. Friedman escribía en el New York Times que cuando se haga la historia de estos tiempos se hablará de antes (AC) y después del covid-19 (DC). Quizás no le falte razón.
En medio de un quiebre de esta envergadura es tentador emborracharse con profecías apocalípticas o redentoras. Las hay por montones y de todos los gustos. Ya vendrá el momento para ello. Por ahora, pienso, hay que enfocar los esfuerzos en salir de esta prueba lo mejor parados posible.
Se ha usado hasta la saciedad la metáfora de la guerra contra un “enemigo invisible”. No sé si es la más acertada. Como recuerda la filósofa Claire Marin, la enfermedad, como la degeneración y la muerte, es parte de los retos que nos pone la vida. No se pueden evitar o suprimir; hay que asumirlos, integrarlos. Esto no se consigue si los pensamos desde el modelo de la guerra. Lo vemos ante el covid-19. El virus no lo podemos exterminar. No contamos todavía con el tratamiento ni la vacuna. Todo lo que podemos hacer, dice Marin, es esquivar el contacto, como lo haría un boxeador ágil, que evita el cuerpo a cuerpo. Y entre tanto “ensayar hasta donde sea posible frenar su alarmante propagación”.
Para evitar la expansión hay que readaptar conductas que están profundamente incrustadas en nuestra especie y nuestra cultura. “Nuestra tendencia es a acercarnos en tiempos de peligro e incertidumbre”, advierte la primatóloga Isabel Behnke. “Entonces, tenemos que hacer algo difícil para una especie social a la que le gusta interactuar: reducir lo más posible nuestro contacto social”. Esto es aún más cuesta arriba en culturas gregarias y familísticas. Como en Italia, donde los hijos y nietos transportaron el virus desde las grandes urbes a los villorrios cuando fueron a visitar a sus padres y abuelos. Cambiar la forma en que nos relacionamos en todos los ámbitos de la vida tomará tiempo, más en sociedades democráticas basadas en el valor de la libertad personal. Pretender imponerlo de una vez y desde arriba puede dar lugar al rebasamiento de la autoridad. Sería echar bencina al fuego. En estos tiempos, como nunca, el voluntarismo puede llevar a la catástrofe.
Lo mismo vale para la rigidez. “Hay que ser flexibles, tomar las decisiones rápidamente y ser capaz de cambiar rápido si se ve que estas no marchan”, dice Sylvie Briand, directora de la OMS. Actuar con transparencia y modestia. No perder tiempo en defender planes y previsiones pasadas o anunciar falsas certidumbres. Somos adultos y sabemos lo que está en juego. Podemos soportar la incertidumbre, el desorden, la confusión, incluso el error.
“Necesitamos un espíritu de cooperación y confianza”, ha dicho Harari. Privilegiar la unidad sobre el “llanero solitario”. Respetar la autoridad aunque nos moleste y nos broten dudas. La desunión y la sospecha militantes son aliados del covid-19. Hay momentos en que es necesario actuar unidos tras el liderazgo que tenemos, no importa cuán débil o altisonante nos parezca, antes que dispersarnos y seguir cada uno su propio camino. Es un deber de humildad que nos debemos unos a otros.
Imagen: Los Tiempos
Fuente: El Mercurio
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