En una conferencia de 2004, Alain Badiou explicó que, mientras la injusticia es clara, la justicia resulta oscura. Lo menos arduo sería identificar hechos injustos. Tenemos aquí la ventaja de contar con personas que sufren, diciendo cómo su vida, libertad o propiedad es perjudicada. En la justicia, por el contrario, no hay víctimas. Por consiguiente, al procurar su definición, nos topamos con distintos enfoques, teniendo diferentes vías para concebirla de manera satisfactoria. Sin embargo, cometeríamos un error si creyéramos que la calificación de injusto está exenta de controversias. Porque no todos quienes se proclamen damnificados u ofendidos merecerán ese reconocimiento. De modo que, para manifestarnos sobre cualquiera de tales situaciones, sería necesario usar algún criterio gracias al cual nuestros debates tuvieran un marco en común. En este afán, se podría proponer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada hace más de 70 años.
Si la filosofía política comprende el cuestionamiento del poder, los derechos humanos son un medio efectivo para consumarlo. En su nombre, criticaremos al Estado, el Gobierno y las leyes, partiendo de los postulados consagrados por Naciones Unidas. En otras palabras, siguiendo esta línea, los hombres se sienten impelidos a buscar la justicia política, un tema que ha sido considerado por varios pensadores, desde Aristóteles, pasando por Rawls, hasta, contemporáneamente, Höffe. Se trata de una reflexión que permite fijar límites a las autoridades, exigir determinadas actuaciones o requerir condenas contundentes contra quienes han despreciado nuestra humanidad. Por cierto, se hable de naturaleza o, como sostenía Hannah Arendt, condición humana, lo fundamental es que reconozcamos un elemento sin el cual muchos oprobios serían imperceptibles: la dignidad.
Consiguientemente, los derechos humanos posibilitan que rechacemos aquellos actos que son injustos e indignantes. Con todo, no es un propósito que se podría realizar sólo en el lugar donde uno ha nacido o, si fuera el caso, reside. No existe ninguna frontera que sirva para liberar a un régimen cualquiera, presente o futuro, de las críticas lanzadas al respecto. Es una consecuencia de su carácter universal, un atributo que ha sido siempre aborrecido por quienes invocan la soberanía, el amor al suelo patrio, pero para evitar una condena del partido reinante. Así, las tiranías niegan que algún otro Estado, coalición o entidad supranacional pueda entrometerse en sus asuntos internos, aunque éstos conlleven procesamientos sin garantías mínimas y ejecuciones extrajudiciales. Si dependiera de esos nocivos gobernantes, no habría Declaración alguna que respetar, sea en su territorio o afuera.
Salvo excepciones, todos somos capaces de conocer y valorar positivamente las facultades indicadas en ese valioso documento del año 1948. Esto sería posible porque, en teoría, nos corresponde la condición de seres racionales. En efecto, merced a esta cualidad, uno se daría cuenta de su importancia para nuestra convivencia. Nada más razonable que establecer un conjunto de condiciones básicas, inherentes a todo individuo, por las cuales el poder quede limitado. Es una situación por la que uno debe sentirse llamado a obrar, pues pasar de la moderación del mando, un avance positivo, al sometimiento irrestricto resulta indeseable y, además, retrógrado. Aun cuando los gobernantes anuncien el agotamiento de su vida entera para favorecernos, no conviene dejarlos sin restricciones. Es lo que, cuando pensamos en el derecho, puede señalarnos la reflexión filosófica. Por supuesto, abre apenas las variadas inquietudes que son expuestas a lo largo de las siguientes páginas.
Descargar revista
Fuente: Percontari Nº 24
No hay comentarios.:
Publicar un comentario