Hace décadas que la consigna de transformar el mundo despierta reacciones cada vez más escépticas. La política misma, como el esfuerzo colectivo por excelencia, emerge ahora como una actividad de importancia relativa, puesto que su capacidad para inducir cambios sociales positivos y para modificar el mundo de acuerdo a los preceptos de la razón, ha resultado ser muy restringida. En el fondo hay una enorme desilusión con la política en cuanto la dimensión racional, democrática y pluralista de normas y prácticas humanas. La política ya no es la actividad social más noble del ser humano, como la concibió Aristóteles. Y este desencanto nos conduce a otro similar: la modernidad se halla fuertemente cuestionada. El trasfondo de ambos desengaños es el mismo: la crisis de la razón, aunque las interpretaciones de este proceso sean muy diferentes entre sí. A pesar de sus exageraciones, los enfoques postmodernistas hacen bien en enfatizar los lados negativos de lo que está realmente en crisis: el ámbito moderno que surgió con el Renacimiento, la Ilustración y la predominancia de la ciencia.
Estamos muy lejos de aquella jubilosa celebración de la era moderna que cantó en 1911 Ernst Troeltsch mediante su hermosa obra El protestantismo y el mundo moderno. Los elementos fundamentales de este último habrían sido la tolerancia y convivencia pacífica de diversos credos practicados simultáneamente, la separación de la Iglesia y el Estado, el predominio de la razón, el libre examen y su corolario secular, el carácter científico-racionalista de toda la cultura seria, el sacerdocio universal, la democracia generalizada y el optimismo histórico pleno de confianza en el progreso. En una palabra: la política racional gobernando el mundo para la mayor felicidad de los seres humanos. Y estos factores, de acuerdo a Troeltsch, habrían sido mayoritariamente las consecuencias de la Reforma protestante. Pero el mismo Troeltsch se percató de los elementos deplorables y autodestructivos de este orden. El individualismo racionalista, preciado como el núcleo del sistema, tendía a transformarse en un “relativismo de efectos disolventes y atomizantes”; el trabajo racional y metódicamente disciplinado, con su “calculabilidad y su ausencia de alma”, “su competencia implacable” y su “falta de compasión”, no conlleva “ningún amor al mundo”, sino más bien “quebranta el impulso de reposo y goce” y conduce al “señorío del trabajo sobre los hombres” . Basta ver hoy en día las sociedades donde aún prevalecen credos protestantes: la decadencia generalizada de la estética pública, el espíritu ferozmente anti-aristocrático de las ahora dominantes clases medias, la perfección técnica combinada con la frialdad total en las relaciones humanas, el consumismo grosero barnizado de falso cosmopolitismo y una larga retahíla de fenómenos similares. A manera de ilustración es bueno recordar las palabras de Karl Jaspers, un gran protestante: “Los alemanes no viven unos con otros, sino unos al lado de otros”.
El proceso civilizatorio moderno ha privilegiado una actitud fundamentalmente activa, disciplinada, innovadora, autocontrolada y agresiva hacia el prójimo y el medio ambiente, centrada en virtudes tradicionalmente consideradas como masculinas, y ha relegado a un segundo plano las cualidades femeninas tales como paciencia, amor, dedicación, empatía. La expansión mundial del feminismo y el triunfo político y económico del neoliberalismo no han modificado sustancialmente esta constelación: las mujeres contemporáneas luchan, en el fondo, por parecerse cada día más a los hombres –en todo sentido: desde la apariencia externa hasta los valores de orientación–, y el clima social claramente más duro ha originado una competencia mayor en las empresas e instituciones, reforzando, de esta manera, el predominio mundial del principio de rendimiento en cuanto norma suprema e indubitable. El resultado es la dilución de la política como la concibieron los grandes pensadores clásicos. Y eso no es algo positivo, como se lo puede conocer o, por lo menos, intuir por sus efectos a largo plazo.
La decadencia de la política como una actividad racional, deliberativa y consensuada coincide con el auge de la llamada razón instrumental. Parece que uno de los aspectos de este proceso es el exitoso despliegue de un aspecto esencialmente masculino, basado en la división de identidades, roles y labores, un despliegue que tiende a anular las virtudes que antes eran consideradas básicamente femeninas, de carácter altruista y asistencialista, propias de una intersubjetividad práctica, que después de todo han sido indispensables para salir de la noche de la prehistoria y la barbarie. Pero aquí hay que señalar que numerosos autores consideran esta concepción como algo muy improbable y bastante confuso, y rechazan la contraposición tajante entre una lógica primordialmente masculina, fría y dominacional, y otra femenina, más humana, solidaria y afín a actividades como la religión y el arte. Numerosos intelectuales de los países periféricos reivindican hoy la concepción clásica de la política como la gran fuerza orientadora de la sociedad. Su gran elemento racionalista sería la conservación de los ecosistemas naturales y, en general, la lucha por la preservación del medio ambiente, que poseería un carácter eminentemente racional en el sentido global y humanista, porque sería la preocupación por el largo plazo, la vida de la humanidad en generaciones futuras y la preservación de un planeta frágil y finito. Hay que recordar, sin embargo, que tales críticas al progreso material y tecnológico constituyen en el Tercer Mundo fenómenos muy aislados y con una relevancia política aún reducida, ya que estos pueblos esperan salir de su ardua situación actual precisamente mediante un desarrollo acelerado y eficiente. Aquí también hay que enfatizar la índole ambivalente de las muchas corrientes de pensamiento en el Tercer Mundo, que están englobadas en la concepción de una gran política dirigida racionalmente, es decir: de acuerdo a los preceptos científicos de la razón histórica, preceptos aparentemente descubiertos o codificados por los maestros del racionalismo: G. W. F. Hegel, Auguste Comte y Karl Marx. La educación popular, la industrialización y los medios modernos de comunicación no trajeron consigo la armonía social, el bienestar colectivo, el respeto y fomento de las culturas a nivel mundial y el fin de las supersticiones –es decir: la caducidad de la clásica estructuración étnica de los pueblos–, sino que la expansión nivelizante de la tecnología promueve, como afirmó Régis Debray, resultados muy curiosos: “A la fluidez creciente de la circulación de mercancías e informaciones responde una neurosis territorial obsesiva”. Y en este contexto el movimiento ecologista aparece como una tendencia conservadora, que puede “alumbrar” las sociedades “adelantadas”, que son carentes de memoria, virtudes cívicas y moral histórica. Como escribió el mismo Régis Debray, la “redención política por el progreso técnico es una idea falsa que los pobres y oprimidos necesitan realmente para afrontar la modernidad y su terrible espectáculo de injusticias sin caer en la desesperación o la delincuencia”. Desde la Antigüedad clásica y a partir de la filosofía estoica, el desprecio por las riquezas es un privilegio de los ricos, así como ahora el cuestionamiento del progreso material constituye un lujo que sólo pueden permitírselo aquellos que históricamente ya lo han aprovechado. Pero, independientemente de su origen, este malestar difuso con respecto a la civilización contemporánea fue ya analizado por los románticos en las primeras décadas del siglo XIX, por espíritus clarividentes como Joseph de Maistre y el vizconde de Bonald (considerados como los reaccionarios por antonomasia) y, en forma brillante y sistemática, por Karl Marx. No está de moda referirse a la obra del gran maestro, pero es en sus textos de juventud donde se halla la crítica más lúcida a la deshumanización de las relaciones sociales causadas por la incipiente modernidad burguesa, por la expansión de fenómenos de alienación de todo tipo y por la separación entre el Hombre y la naturaleza. Hay que matizar esta cuestión a causa de la complejidad del desarrollo actual a escala mundial, donde se da un inusitado renacimiento de la religiosidad popular y del nacionalismo disfrazado de socialismo: dos aspectos de la vida social que tanto liberales como marxistas creyeron que desaparecería con el progreso y la Ilustración. Y ambas corrientes, que son el trasfondo del populismo, también tienden a destruir la concepción clásica de la política como la solución racional y pacífica de los conflictos.
El descontento generalizado en todo el mundo puede ser percibido como un reproche permanente a todos los sistemas establecidos. Debemos, por lo tanto, buscar formas –no totalmente nuevas, porque eso sería una quimera utópica– de una convivencia social más o menos aceptable, evitando errores ya cometidos en la historia de la humanidad. Para este análisis de lo que debemos evitar es imprescindible, como decía Theodor W. Adorno, una actitud de modestia: el conocimiento adecuado de lo falso es ya el índice de lo correcto. El problema principal que nos interesa es uno relativamente nuevo: el desencanto sufrido por el ser humano con su juguete más idolatrado en la Era Moderna, la ciencia y la tecnología. Progreso, adelantamiento, desarrollo, crecimiento y éxito son hoy los valores rectores de orientación para la inmensa mayoría de los mortales, y no una política humanista que fije las prioridades de la evolución humana según criterios racionalistas. La reducción de la razón a una racionalidad instrumentalista, la transformación de la cultura en una industria masificada, la subordinación de todos los intereses humanos a la fría lógica del mercado y el declinamiento de identidades individuales vigorosas, son factores a los cuales la ciencia moderna ha contribuido vigorosamente, convirtiendo todos los aspectos de la vida social en relaciones de medios y fines... y estos últimos en cuanto extracientíficos quedan fuera del campo de acción de la actual cientificidad prevaleciente. Lo que permanece es el miedo de los hombres ante los actos de sus congéneres y el despliegue de las fuerzas naturales, miedo que es velado artificialmente por las ilusiones de omnipotencia que irradia la frenética actividad científico-técnica contemporánea. La destrucción del medio ambiente y el uniformamiento del mundo moderno son también obras del desenvolvimiento exitoso de la ciencia y la tecnología: en un universo de la máxima eficacia técnico-económica, el ser humano deviene un mero engranaje de una maquinaria gigantesca que escapa finalmente a un control verdaderamente racional. Ahí la concepción racionalista clásica de la política simplemente se evapora. Por otra parte, Erich Fromm señaló acertadamente que casi todos los individuos de los estratos educados siguen pensando en categorías correspondientes a la primera revolución industrial: creen que el “progreso” genera constantemente máquinas cada vez mejores para sustituir el trabajo humano y acrecentar su libertad, pero olvidan que este mismo proceso requiere de un régimen social homogéneo, unificador, organizado perfectamente hasta en sus últimos detalles, dentro del cual la sociedad se comporta como una máquina impersonal y los individuos funcionan como sus ruedas bien aceitadas. Un organismo social así se basa en una coordinación exhaustiva de todas sus partes y en el aumento incesante de factores como previsibilidad, control y reglamentación de la gran maquinaria. Es superfluo el repetir que el ser humano se ha transformado en un mero apéndice de ella.
Ahora bien, la irracionalidad del sistema se manifiesta en la producción de cosas totalmente inútiles y de personas sin carácter; los unos consumen ciegamente lo que otros han fabricado de la misma manera inconsciente. Los humanos nos hemos convertido en un mero apéndice de la maquinaria técnica, frente a la cual resultamos inferiores y anticuados. Nos avergonzamos de no haber sido producidos tan perfectamente como los objetos de las grandes fábricas y sólo haber crecido como seres deficitarios, perecederos y problemáticos. La tecnología deviene el auténtico sujeto de la evolución histórica. Ante el prestigio de que gozan la ciencia y la tecnología, la política en cuanto factor de la razón humanista se halla totalmente desprestigiada. Finalmente y para confundir al lector hay que mencionar aquí el carácter productivo del malestar civilizatorio: sin un descontento liminar con las insuficiencias de la vida, no habría ni literatura ni crítica social, como afirmó Mario Vargas Llosa en un hermoso texto. Este sentimiento de disgusto e irritación puede tener también sus lados positivos: por medio de él podemos comprender que el progreso puede ser asimismo una fuente de opresión política y despilfarro de nuestros escasos recursos; que el socialismo en la praxis real ha resultado ser un régimen monstruoso; y que el camino al infierno está empedrado por las mejores y más nobles intenciones.
Imagen: Luigi Dante & The Güelfos
Fuente: H.C.F. Mansilla - Revista Percontari
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