En los últimos años, al menos 18 países han sufrido campañas de desinformación o manipulación online durante la celebración de procesos electorales, según el informe Freedom on the net de 2017. El uso de información falsa o tergiversada en la campaña del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido ha sido abiertamente admitido por organizaciones y políticos a favor del sí como Nigel Farage. La preocupación entre la ciudadanía ante este fenómeno es evidente: según el Eurobarómetro, el 83% de los europeos creen que las noticias falsas son una amenaza para la democracia.
Cuando una información ha podido lesionar un derecho individual de las personas, como el honor o la intimidad, siempre se ha exigido como condición para proteger y dar prevalencia a la libertad de expresión que la noticia fuera veraz, esto es, que el informador haya actuado diligentemente comprobando la veracidad de los hechos. No merece protección constitucional, en cambio, la difusión de bulos, informaciones maliciosamente falsas o elaboradas con temerario desprecio a la verdad. El fenómeno de la información falsa o engañosa difundida on line nos sitúa en un plano que trasciende la lesión de los derechos individuales y plantea la afectación del interés colectivo de los ciudadanos y ciudadanas en “el reconocimiento y garantía de la posibilidad de existencia de una opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político, propia del sistema democrático”, en palabras de una consolidada doctrina de nuestro Tribunal Constitucional.
En efecto, no hay duda de que el mundo actual se encuentra situado ante un cambio de paradigma en las relaciones sociales, consecuente al imparable asentamiento de la sociedad digital. Basta, en este sentido, un simple dato: según el organismo especializado de Naciones Unidas para las TIC, la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), el número de personas que usan internet en todo el mundo ha aumentado de cerca de los 2.000 millones de personas en el año 2010 a aproximadamente 3.600 millones de personas en el año 2017.
Como todo fenómeno humano, éste también presenta luces y sombras. Las luces son claras y de ellas todos nos beneficiamos diariamente, pero también se van haciendo evidentes problemas y distorsiones, como ocurre con el fenómeno de las ‘fake news’, que podrían ser identificadas con más propiedad como informaciones falaces, tendenciosas y manipuladoras.
Ahora bien, conviene insistir en que las noticias falsas no son un fenómeno nuevo, pero sí lo es la amplitud con que pueden reproducirse en las redes sociales. La intensidad del fenómeno deriva del hecho de que la pérdida de centralidad de la fuente y la posibilidad de viralización disminuyen a menudo el interés por la veracidad de la noticia y con ello de la capacidad crítica de lectura. A lo que hay que unir la tendencia a la polarización de los grupos en internet, de modo que sólo se por aquellas opiniones coincidentes con las suyas y no por la veracidad de las informaciones: se prefiere escuchar el eco de sus propias voces a enfrentarse a puntos de vista diversos y plurales.
El peligro de las noticias falsas para la democracia es evidente: promueve que la sociedad no sea capaz de ponerse de acuerdo sobre hechos básicos, lo que impide construir espacio compartido de debate y deliberación pública. La desinformación afecta directamente a los fundamentos de las sociedades democráticas que se construyen sobre la presunción de que sus ciudadanos están bien informados antes de votar. Las modalidades de desinformación y manipulación informativa pretenden alterar ese presupuesto básico de la fortaleza de un sistema democrático con el propósito de inclinar al votante, sobre bases falsas, hacia una determinada dirección. Se incide así sobre los procesos de toma de decisión de los ciudadanos y ciudadanas y, por tanto, sobre la calidad de la democracia.
Este fenómeno cobra una enorme gravedad ante la rapidez con que se transmiten las noticias falsas a través de las redes sociales. A lo que debe añadirse el perverso papel de los algoritmos y de los llamados filtro burbuja, a través de los que la red decide lo que leemos y lo que pensamos, y las llamadas cámaras de resonancia, en las que la información las ideas o creencias son amplificadas por transmisión y repetición en un sistema cerrado.
No debe pasarse por alto la escasa relevancia de las campañas electorales clásicas en la actualidad, resultando que ahora las verdaderas campañas se realizan a través de las redes sociales, lo que plantea problemas desde el punto de vista del régimen jurídico electoral. En contra de criterios éticos, lo que importa es ganar una elección concreta, abusándose de técnicas publicitarias apoyadas en mensajes simples, subliminales, que a fuerza de repetirse terminan siendo interiorizadas por los ciudadanos y ciudadanas, que los convierten en hechos incuestionables no necesitados de verificación.
En las noticias falsas juegan un papel importante los bots, programas informáticos que se infiltran en las redes sociales, produciendo contenidos e interactuando con los humanos de modo automatizado y simulando su contenido. Además, el uso de algoritmos inteligentes, capaces de analizar texto y elaborar patrones de conducta ha dado lugar a bots más complejos y difíciles de detectar, con mayor capacidad de infiltrar el debate público. El problema, uno de ellos, de las noticias falsas es su falta de transparencia, ya que se ignoran sus fuentes, su procedencia y, por tanto, los intereses en juego, de ahí que algunas de las investigaciones abiertas en algunos países pretenden rasgar el velo para revelar los intereses ocultos y poder así contrarrestar y adoptar las estrategias adecuadas para su erradicación.
En Europa se ha abierto el debate de cómo afrontar este problema para la vitalidad de nuestras democracias, ¿legislando sobre la ilicitud de estos contenidos?, ¿implicando a la sociedad civil, a las plataformas digitales, proveedores a través de la autorregulación? o ¿fomentando la transparencia en las redes sociales a través, por ejemplo, del establecimiento de mecanismos internos de verificación de estas noticias? Si hay algo claro en esta materia es que la respuesta ha de ser, de una parte, multidisciplinar y, de otra, respetuosa con el derecho a la libre expresión, pieza basilar de nuestras democracias liberales. Podríamos seguir haciéndonos varias preguntas más como ¿quién ha de vigilar el contenido de la información que circula por las redes?; ¿cuándo una información sesgada, pero legítima, se transforma en propaganda?; ¿qué responsabilidad tienen los buscadores de las redes sociales?
En el ámbito de la Unión Europea se han empezado a dar pasos para alcanzar algunas respuestas en el marco del plan de acción aprobado en 2018 por la Comisión Europea. Pero es urgente que en este debate se involucren las opiniones públicas nacionales y nuestras instituciones democráticas para atajar esta amenaza que, como el colesterol, silenciosamente, puede acabar obturando las arterias de la información veraz que mueve el corazón de nuestra democracia.
Imagen: medium.com
Fuente: almendron.com
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