Tal vez la única certeza política que tenemos hoy en día es que la política en el futuro será muy diferente de la política en el pasado. Los pesimistas no dudan en asegurar que podemos acabar llamando política a algo que no sería sino una realidad despolitizada (decisiones que han dejado de estar en manos de las personas, protagonismo de sistemas que no rinden cuentas a nadie, concentración masiva del poder en unas pocas corporaciones…), pero tampoco deberíamos excluir la posibilidad de que el nuevo paisaje tecnológico represente una oportunidad para llevar a cabo esa renovación política que nos resistimos a abordar.
Puede ser la ocasión no sólo de ajustar nuestros valores democráticos a las nuevas circunstancias sino para redefinir unos valores diseñados con tal simpleza que parecían incompatibles con la complejidad social.
Este nuevo escenario supone un auténtico desafío para nuestro modo de concebir la política, algo que puede también ser divisado en el otro sentido: sólo una renovación de nuestros conceptos políticos nos permitirá entender lo que está en juego, distinguir el núcleo esencial de la democracia de sus configuraciones contingentes y aprovechar las nuevas circunstancias para renovar la convivencia democrática.
Los tres elementos que modificarán la política de este siglo son los sistemas cada vez más inteligentes, una tecnología más integrada y una sociedad más cuantificada.
Si la política a lo largo del siglo XX giró en torno al debate acerca de cómo equilibrar Estado y mercado (cuánto poder debía conferírsele al Estado y cuánta libertad debería dejarse en manos del mercado), la gran cuestión hoy es decidir si nuestras vidas deben estar controladas por poderosas máquinas digitales y en qué medida, cómo articular los beneficios de la robotización, automatización y digitalización con aquellos principios de autogobierno que constituyen el núcleo normativo de la organización democrática de las sociedades.
El modo como configuremos la gobernanza de estas tecnologías va a ser decisivo para el futuro de la democracia; puede implicar su destrucción o su fortalecimiento.
Cada vez tenemos a nuestra disposición más tecnologías que apenas entendemos y mucho menos controlamos. Estas tecnologías todavía son demasiado jóvenes como para saber con claridad qué impacto van a tener sobre la organización política, pero algunas consecuencias ya pueden ser identificadas y se está debatiendo en torno a ellas o son objetos de informes sobre las tendencias futuras y el modo más adecuado de gobernarlas. Son tecnologías que van a cambiar muchas cosas, desde nuestra percepción de la realidad hasta nuestros procedimientos de decidir, desde nuestra relación con el tiempo hasta nuestro sentido de la responsabilidad.
El uso de tecnologías que además de ampliar nuestra capacidad implican un cierto control sobre nosotros mismos no es algo completamente nuevo: los coches, por ejemplo, cada vez son mas autónomos y nos impiden hacer ciertas cosas, afortunadamente; las burocracias son dispositivos que no permiten actuar al margen de ciertos protocolos digitalmente establecidos; siempre ha habido datos cuyo análisis nos permitía una cierta previsión y pero que disciplinaban a las sociedades. Los seres humanos hemos ido generando a lo largo de la historia dispositivos para organizar nuestra relación con el mundo y esos dispositivos han planteado a su vez problemas inéditos, como efectos secundarios o descontrol. La tecnología digital no es sólo más potente que otras tecnologías, sino también mas disruptiva frente a la concepción que teníamos del mundo. Lo que en relación con tecnologías menos sofisticadas era una disfunción ocasional, ahora aparece como una posible pérdida masiva de control sobre nosotros mismos y una transferencia de nuestra capacidad de autogobierno hacia unos algoritmos opacos, unas máquinas irresponsables y una destrucción del trabajo que desmonta nuestro ya precario contrato social.
La política ha sido precisamente el gran procedimiento para resolver esos conflictos que iban surgiendo con el cambio social y las innovaciones técnicas. A lo largo de la historia la politización de ciertos ámbitos y cuestiones ha permitido sustraerlas de la inevitabilidad, inscribirlas en la discusión pública y convertirlas en objeto de libre decisión. La costumbre, el cuerpo, la pertenencia son algunos de los asuntos cuya politización ha ampliado el horizonte de la emancipación humana.
La gran politización que nos espera es la del mundo digital. Hoy podemos asegurar que en el siglo XXI lo digital es lo político.
Las revoluciones políticas más importantes no se están produciendo en los parlamentos, las fábricas y las calles sino en los laboratorios y las empresas tecnológicas. Allí se está decidiendo si el futuro va a estar en nuestras manos y de qué modo, cuánta desigualdad podemos permitirnos, qué riesgos estamos dispuestos a asumir. Seguramente no estamos dedicando a estos asuntos el tiempo y la energía social que requerirían. Hay que modificar la agenda política y hacer que nuestros debates giren en torno a las cuestiones más importantes, pero también el análisis social debe enriquecer sus metodologías. La filosofía política, más acostumbrada a buscar la compañía inspiradora de las ciencias sociales y las humanidades, debe introducirse en el debate de la ciencia, la tecnología y la matemática. Sería el modo de corregir, al mismo tiempo, esa tendencia de los tecnólogos a reflexionar tan poco acerca de las consecuencias sociales y políticas de sus artefactos.
La tecnología no sólo modifica nuestra relación con las cosas sino que altera el modo como los humanos nos gobernamos a nosotros mismos.
Y la suerte no está echada en cuanto a si lo hará de un modo positivo o negativo, como lo prueban los actuales debates, en ocasiones tan polarizados en torno a posiciones demasiado ingenuas o catastrofistas. Hay quien asegura que la democracia de los datos será más representativa que cualquier otro modelo de democracia en la historia humana, que las urnas serán pronto unas reliquias del pasado cuando nuestra opinión puede estar siendo requerida de modo automático miles de veces cada día y que los expertos decidirán mejor que los partidos políticos ideologizados. Los pesimistas preguntarán, con razón, por qué llamar democracia a ese dispositivo.
Este es el gran debate de los años venideros, que formalmente tiene un gran parecido con las grandes controversias del pasado: cómo asegurar la vigencia de los valores democráticos en unos nuevos entornos tecnológicos que parecen de entrada ponerlos en riesgo y a cuyas ventajas no parece muy inteligente renunciar.
Imagen: Noticias de macrocontexto
Fuente: En positivo
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