No es de extrañar que lleven la delantera el discurso autoritario, el antiintelectualismo y la propaganda: quienes están de ese lado no se hacen bolas con la verdad verdadera, la realidad real o la evidencia. Personajes como Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador o Vladimir Putin entienden que la propaganda es ficción, y por eso, es deliciosa. La propaganda es, de hecho, una fuente de goce cultural porque abreva del mismo manantial que las novelas, las películas, el arte. Es mentira, sí, pero también lo es Cien años de soledad, y nadie le anda haciendo fact-checking.
Trump lo acaba de hacer de nuevo: bautizó una operación militar como Martillo de medianoche (Midnight hammer), y el nombre es fantástico: basta con él para imaginar a un musculoso Thor blandiendo su martillo contra el mal, o a Tom Cruise lanzándose desde un avión sobre instalaciones secretas en Irán. Lo mismo sucede con su Big beautiful bill, su “grande y hermosa” ley presupuestal: bien podría ser una orden de la Reina Roja en Alicia en el país de las maravillas. Suena bien porque es ridículo, porque resuena, porque provoca risa y nos permite suspender la razón durante ese breve instante en que cumple su cometido: entretenernos.
¿Suena lógico? ¿Parece evidente? Asumo que sí, sin embargo, toda la batalla que damos contra la manipulación, la desinformación y las mentiras religiosas, conspiracionistas o políticas, lo olvida y persigue un objetivo completamente inútil: recuperar la realidad y educar a los incautos.
Eso no tiene sentido. Me lo recordó Wolfram Gernot, un brillante profesor alemán experto en gestión cultural, cultura popular y medios, a quien tuve el privilegio de escuchar en Berlín junto con otros periodistas –todos ellos rigurosos buscadores de hechos–, igualmente preocupados por la viralización de la propaganda, las mentiras y las sandeces.
Gernot nos sacudió con una idea sencilla y poderosa: la propaganda no es mentira, es ficción. Y eso es algo muy distinto. La ficción se ancla en nuestra atracción por las historias fascinantes, en nuestra necesidad de imaginar cosas increíbles, en nuestra afición por escudriñar secretos, en nuestra debilidad por los actos heroicos y el sufrimiento reparado.
Por eso las etiquetas son tan importantes para los gobiernos que hacen uso intensivo de la propaganda. ¿Qué tal la “guerra contra el narco”, la “cruzada contra el hambre” y otras linduras de sexenios anteriores en México? ¿Y qué tal la larga lista del actual régimen, heredada de López Obrador? Empecemos con la “cuarta transformación” y paremos ahí, porque no acabaríamos nunca.
No funcionan las explicaciones racionales sobre estas banderas porque la propaganda no se recibe con ingenuidad, sino con gusto. La razón se suspende para disfrutar la ficción; no es que no haya razón.
Hannah Arendt escribió que uno de los problemas más graves bajo un régimen autoritario no es que no se distinga lo bueno de lo malo, sino que deje de importar esa distinción. Lo mismo pasa con las fake news, con la propaganda, con las mentiras virales: para su consumo, deja de ser relevante que haya evidencia en su contra.
Mario Vargas Llosa lo dijo con elegancia en su libro de ensayos La verdad de las mentiras, donde explora la relación entre ficción, experiencia estética y verdad. Una novela no registra hechos reales, pero si es buena y nos convence, puede contarnos una verdad.
La primera conclusión es que el ser humano no rechaza las mentiras. No tiene por qué hacerlo. Al contrario: las ha refinado en el arte y las consume con placer en los mitos, las religiones, la política y la calle. El problema no son las mentiras, ni las historias falsas, ni las operaciones militares con nombres de película de Netflix: el problema es el uso que el poder hace de nuestra debilidad por ellas.
La tarea de desnudar a los gobernantes y manipuladores seguirá dependiendo de la verificación de hechos, del periodismo crítico y de los historiadores rigurosos. Pero esa labor, aunque indispensable, no detiene el efecto perverso de la ficción política ni las sandeces terraplanistas en la vida democrática y en el progreso civilizatorio.
Es preciso explorar otros métodos. Gernot compartió algunos de ellos y yo me atrevo a tropicalizarlos aquí:
1. Estrategias de congelamiento instantáneo. Consisten en evitar respuestas automáticas a preguntas tramposas. Por ejemplo: “¿Sabías que la Luna no existe?” El “¿sabías que…?” obliga a responder si uno lo sabía o no, no si la Luna existe. No hay que responder. Ni con las cejas. Dejar que el interlocutor continúe, o hacerle una pregunta que invierta la carga.
2. Añadir un tercer tópico. Ante afirmaciones maniqueas (“Si no apoyas la Operación león creciente, eres un traidor”), no hay que responder desde esa dicotomía, sino introducir nuevas variables: ¿qué otras formas hay de defender la patria?, ¿qué consecuencias tiene esa operación?, ¿qué alternativas hay?
3. Estrategia de artes marciales. Usar la fuerza del contrincante: quizá sea más eficaz ironizar con “la Transformación de cuarta” que refutar los vínculos heroicos de la “Cuarta transformación”.
Fuente: Letras Libres
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