lunes, 15 de febrero de 2021

Crónica de una vida digitalizada


Antes de que el CERN alterase el mundo con la apertura de la World Wide Web en 1991, la vida era muy distinta. El dispositivo más consultado en las sobremesas familiares era la Encarta, acuerdo de paz de cruentas batallas dialécticas; a las plataformas de cine bajo demanda se accedía sin contraseña y a través de una puerta: aquellos lugares de culto llamados videoclubs; no vivíamos con la ansiedad del «visto» en los mensajes y no nos preocupaba tanto abreviar tiempo como caracteres: entre poner «bss» o «besos» podías jugarte el saldo del mes. La vida antes de que internet lo envolviera todo era muchas cosas pero, sobre todo, era la vida antes de tomar conciencia de su brutal alcance: big data, inteligencia artificial, IoT, blockchain, bots y «generaciones» que se saltan a todas luces las normas espacio-temporales (otro abrir y cerrar de ojos, y tendremos aquí al 6G). Y en esa coyuntura nos hallamos. Recordando con cierta nostalgia –esa sí, inmutable– quiénes fuimos y definiendo quiénes seremos en un futuro que empieza hoy, con la ansiedad que supone tal afirmación.

Hablar de tecnología es hablar más allá de ella: es hablar de privacidad, de brechas sociales, de sostenibilidad, de ética y humanismo, incluso de democracia. O, también, del impulso circular que le está dando a la economía para adaptarse a lo que nuestros ecosistemas (y nosotros con ellos) necesitan. Si el progreso ha traído consigo tantas veces la destrucción del medioambiente, de su mano también puede venir la salvación: desde los chips que permiten monitorizar los movimientos de especies en peligro de extinción a los satélites para controlar la evolución de los incendios forestales, pasando por las novedosas máquinas que ofrecen nuevas vidas a nuestros residuos, la tecnología nos brinda la posibilidad de hacer del planeta un sitio mejor. Eso sí, la decisión final de hacerlo –o no– es nuestra.

Hoy, más que nunca, sabemos que el futuro será humano-digital y que, en lo que dura un politono, tendremos innovaciones más insólitas que todos los avances acontecidos desde que estrenáramos nuestro primer Nokia. Y, como si no fuera suficiente la velocidad desenfrenada a la que vivimos, de repente estalla otro fenómeno, esta vez no tecnológico, sino biológico, que lo precipita todo aún más. La tragedia de la COVID-19 ha cambiado nuestra forma de relacionarnos con (y a través de) la tecnología, así como el valor que le damos a los datos.

Mientras se escriben estas líneas, aún en periodo de confinamiento, Google Meet anuncia haber alcanzado la cifra de 2.000 millones de minutos de videoconferencia al día, el equivalente a 3.800 años de reuniones; Zoom llega a 300 millones de usuarios y alcanza un valor en bolsa de 46.000 millones, más del doble que Twitter; y Netflix dispara en casi 16 millones su número de suscriptores en todo el mundo.

«Estamos viviendo una situación sin precedentes que ha hecho que las personas hayan tenido que cambiar sus rutinas diarias de un día para otro, y la tecnología, que ya estaba a nuestro servicio, se ha convertido en la principal aliada. Vemos cada día cómo personas y profesionales de todo el mundo idean propuestas de ocio y entretenimiento, comparten tutoriales o clases online… Todo esto, sumado a la capacidad de poder sentirnos más cerca de las personas a las que queremos, hace que esta tecnología haya cobrado una dimensión que antes, a pesar de estar disponible, no tenía», nos cuenta el country manager de Google Cloud en España y Portugal, Isaac Hernández.

Durante la actual crisis, el tráfico de las IP se ha incrementado casi un 40%, las llamadas móviles han crecido un 50% y el uso de datos móviles un 25%. Además, los hackers han encontrado su edén en las aplicaciones de información del virus y de donaciones solidarias. Hablamos, por tanto, de una red a prueba de bombas y de ciberataques. Pero también de espionaje y vigilancia en regímenes como el chino –bien entrenado en el arte del rastreo digital– o el israelí.

¿Homo homini lupus?

Este contexto de incertidumbre y de abrumadora penetración digital, que irremediablemente nos lleva a esas narrativas (no tan) distópicas de Black Mirror o de Years and years, aviva debates que ya llevaban tiempo sobre la mesa. Desde la automatización del trabajo a la intromisión del big data en nuestras vidas, la brecha digital, la proliferación de las fake news, la discriminación algorítmica, las aplicaciones para salvar al planeta o los límites del transhumanismo. Pero dejemos a un lado las profecías autocumplidas. Un dron se puede usar para matar en una guerra o para intervenir en un desastre natural. Más nos vale, con permiso de Hobbes, que el ser humano sea algo más que un lobo para sí mismo.

Sin obviar las complejidades que tejen nuestro mundo, urge más que nunca poner todas esas innovaciones al servicio del bien común, es decir, de la naturaleza, de la economía circular y de la transición más justa. Los retos globales que presenta esta nueva década –como la reducción de la desigualdad, la lucha contra la emergencia climática, la transición ecológica o la prevención de nuevas enfermedades–, no podrán resolverse renunciando a las enormes potencialidades tecnológicas y digitales, siempre y cuando sepamos repartir lo que Enrique Dans llama el dividendo digital. «Si esa plusvalía se la quedan los empresarios y los dueños de las máquinas, se generarán más tensiones sociales», explica este tecnólogo, profesor en el IE Business School.

«Si bien no podemos plantear un solo escenario, sino múltiples en función de las decisiones colectivas, sí hay un eje claro: el futuro es híbrido», sostiene Elena Pisonero, presidenta de Taldig, empresa que impulsa proyectos innovadores relacionados con la Cuarta Revolución Industrial. «La combinación de lo físico con lo digital puede generar un montón de posibilidades que ahora estamos viendo en primera persona al hilo del confinamiento. Lo que no quiere decir que todas sean más eficientes con máquinas; habrá algunas que decidamos que sean con la intervención humana, por ejemplo, aquellas vinculadas al cuidado de personas que tanto hemos sabido valorar en esta crisis sanitaria». Y precisamente en áreas como la medicina, la tecnología y el big data tienen un papel fundamental que jugar. «Con un simple wareable o un gadget que metes en el colchón monitorizas cómo duermes o cómo respiras por la noche», ejemplifica Dans.

Big data y transformación de la vida urbana

Tras el encierro colectivo, somos más conscientes de nuestra fragilidad como especie y de nuestra interdependencia con el entorno que habitamos. Más allá de las señales de la naturaleza –adoquines invadidos por la vegetación o jabalíes correteando por el centro de Madrid–, si algo ha evidenciado la COVID-19 es que las ciudades son especialmente vulnerables a posibles riesgos sanitarios y, por tanto, necesarios motores de transformación de nuestro modelo de desarrollo. «Las urbes se han convertido en verdaderos focos de vida poco sana. Cada vez hay más alergias y más problemas respiratorios. El coronavirus, por su dramatismo y su capacidad de expansión, ha hecho que tengamos una reacción muy rápida. Pero si nos paramos a pensar, las enfermedades respiratorias derivadas de la contaminación matan cada año al triple de personas que las que han muerto por la pandemia», subraya Dans. «Estamos hablando de una crisis sanitaria mucho más grave. Y no estamos haciendo nada. Algunos, incluso, creen que la pueden discutir».

No olvidemos que las ciudades consumen el 80% de los recursos a nivel mundial y el 80% de energía eléctrica, y generan el 70% de las emisiones. Todo eso, ocupando un insignificante 7% del planeta. Nos lo recuerda el arquitecto Alejandro Carbonell, fundador de Green Urban Data, un software que permite medir, a partir de tecnología satelital –común en otros campos como la agricultura–, la calidad ambiental en ciudades en términos de contaminación, impacto positivo de la vegetación, fenómenos como la isla de calor o riesgo de inundaciones. «Podemos ir a análisis a escala de barrio, sin necesidad de utilizar ningún sensor. Somos una especie de herramienta de diagnóstico; nuestros indicadores dicen cómo estamos, cuál es el objetivo que debería conseguir la ciudad y a partir de ahí vamos analizando las variaciones a lo largo del tiempo. Todo se intenta visualizar a través de mapas, para que la información sea fácilmente entendible, accesible y, por tanto, útil», cuenta este emprendedor que asegura que el big data permitirá dar un gran salto de calidad. «Cuanta más información tengamos, gracias a la acumulación del dato y a los procesos de análisis que permite el machine learning o la IA, más capaces seremos de ver la influencia que tiene un dato sobre otro y sacarle valor», explica Carbonell, que en este momento trabaja con cinco ciudades: Valencia, Zaragoza, Fuenlabrada, Torrente y Alcoy.

Mediante el blockchain o el reconocimiento de imágenes también se puede movilizar al ciudadano en materia de reciclaje. El proyecto RECICLOS, lanzado por TheCircularLab, el primer centro de innovación abierta en economía circular de Europa creado por Ecoembes, pretende ayudar a la ciudadanía a reciclar más y mejor a través de incentivos sostenibles. O, lo que es lo mismo, hacer que nuestro hábito de reciclar sea digital y, además, conlleve una recompensa tanto ambiental como social: los ciudadanos podrán destinar sus incentivos a distintos proyectos sociales de su municipio. RECICLOS revoluciona el reciclaje tal y como lo conocemos hasta ahora: además de permitir reciclar esos residuos generados en casa al incorporar tecnología a los contenedores amarillos de la calle, también se puede reciclar en máquinas de reciclaje en otros espacios, como estaciones de metro o tren.

RECICLOS, lejos de parecer un proyecto del futuro, es ya una realidad. Está implantado en más de 25 municipios de 7 Comunidades Autónomas (Comunidad de Madrid, Región de Murcia, Aragón, La Rioja, Islas Baleares, Cataluña, Andalucía) y próximamente se implantará en la ciudad de Valencia, donde ya ha sido anunciada su llegada. En los próximos años, prácticamente cualquiera de los objetos que nos rodean podrá formar parte de este «todo conectado» que es el internet de las cosas, desde nuestras zapatillas a una tostadora, lo cual promete ahorrar recursos al mismo tiempo que reduce los costes: se estima que las TIC pueden ayudar a reducir las emisiones de CO2 en un 15% para 2030, según el Exponential Climate Action Roadmap.

En buena parte, su éxito dependerá de la capacidad de extracción de ese nuevo petróleo de la economía digital que son los datos, y de su interpretación. Y también, no olvidemos, de la eficiencia energética en los propios centros de procesamiento de datos: a día de hoy, si internet fuera un país, sería el sexto por consumo de energía del mundo. Las tecnológicas tienen el reto y el deber de que sus data center reduzcan las emisiones contaminantes. La buena noticia: 20 grandes compañías del sector, encabezadas por Google, Facebook y Apple, ya se han comprometido a que el 100% de su energía proceda de fuentes renovables.

En el libro Big data: la revolución de los datos masivos (2013), Viktor Mayer-Schönberger, profesor de Regulación y Gobernanza en Internet de la Universidad de Oxford, y Kenneth Cukier, periodista especializado en tecnología, ya se preguntaban «¿qué papel le queda a la intuición, a la fe, a la incertidumbre, a obrar en contra de la evidencia y a aprender de la experiencia?». Es una incógnita. Lo único seguro es que una sociedad tan acelerada como la nuestra nos impone, en palabras del filósofo Daniel Innerarity, la obligación de tener que aprender del futuro. En ello estamos.

Fuente: Ethic

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