Edinson Cavani estaba eufórico. La estrella uruguaya del Manchester United había anotado dos goles altamente espectaculares en un partido que su equipo perdía contra el Southampton y terminó ganando 3-2 en la Premier League inglesa. Su amigo y paisano Pablo Fernández lo felicitó por Instagram, y Cavani le agradeció usando su apodo de siempre: “Gracias negrito”.
Ese fue el inicio de sus problemas. Algunos en los medios británicos se agarraron de la respuesta que redactó Cavani para denunciarla como racista; el jugador de inmediato se disculpó y borró la publicación. Pero fue demasiado tarde. La Federación de Futbol inglesa –a pesar de “no haber hallado intencionalidad de discriminación ni ofensa de parte del jugador”– lo multó con 100 mil libras (cerca de 135 mil dólares) y lo suspendió tres partidos.
Para los latinoamericanos, este episodio raya en lo incomprensible. En inglés, el diminutivo “negrito” suena agresivo. Pero, como lo señaló la Academia Uruguaya de la Lengua, en español no es ofensivo; es un término cariñoso. Ni siquiera se trata de un término particularmente racializado: muchas personas blancas son apodadas negrita o negrito, incluido el amigo de Cavani. (que tiene el cabello negro).
“Lamentablemente”, escribió la Asociación de Futbolistas del Uruguay en un comunicado, “la Federación Inglesa de Fútbol expresa a través de su sanción una total ignorancia y desprecio por una visión multicultural del mundo”. La Conmebol también expresó su apoyo a Cavani. Un viñedo uruguayo comenzó a vender una nueva cosecha con la etiqueta “Gracias Negrito”.
Es fácil ver que este es un caso más del famoso “colapso contextual”: el inevitable malentendido en redes sociales que aparece cuando el contenido que se produce para un público llega a otro que está bien dispuesto para ofenderse. Pero en este caso, el asunto va más allá. Lo que el caso Cavani exhibe es la manera en la que los debates raciales en Estados Unidos se globalizan por medio de la exportación de una variante radical de una ideología antirracista que caracteriza las peticiones de contexto o entendimiento transcultural como simples justificaciones para los intolerantes.
Dejemos algo en claro: sin duda, los afrodescendientes en Latinoamérica enfrentan desventajas concretas. De acuerdo con un reporte del Banco Mundial de 2018, las personas afrodescendientes en la región tienen 2.5 veces más probabilidad de vivir en pobreza crónica que las personas blancas o mestizas. También tienen menos años de escolaridad en promedio, tasas de desempleo más altas y menos representación en puestos de toma de decisiones, tanto en entornos públicos como privados.
Sin embargo, la situación es mucho más compleja que el paradigma simplista blanco/negro que domina en los debates en Estados Unidos sobre el racismo. Por ejemplo, la población indígena en América Latina suma alrededor de 50 millones de personas, que pertenecen a 500 distintos grupos étnicos, según el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas. La pobreza material afecta a 43% de los hogares indígenas en la región, y la pobreza extrema es 2.7 veces mayor que en el resto de la población. Por encima de todo, la identificación y las dinámicas raciales en Latinoamérica son mucho más fluidas de lo que son en Estados Unidos o Gran Bretaña.
Lo que a mis amigas y amigos anglo les cuesta más trabajo entender es que la raza en Latinoamérica depende del contexto: las personas con el mismo tono de piel y la misma apariencia física pueden elegir identificarse de manera distinta dependiendo de dónde estén, a qué se dediquen o con quién estén. La raza no es algo fijo para nosotros –es una de las razones por las que las palabras racializadas en español no suelen ser tan hirientes como en Estados Unidos.
Y yo debería saberlo. Mi apellido es Sosa porque la abuela de mi abuelo paterno adoptó el apellido de sus “dueños”. Sus padres fueron secuestrados de lo que ahora es Angola y terminaron trabajando en una finca en Choroni, Venezuela. Yo crecí en Caracas y mi raza cambiaba sin esfuerzo, dependiendo de con quién estaba. En la preparatoria, cuando realicé una coreografía de las Spice Girls con un grupo de amigas, yo era Mel B, “Scary Spice” –mi cabello es rizado y mi nariz es ancha, y mis amigas todas tenían la piel más clara que yo, de modo que en ese contexto yo era negra. Después, cuando realizaba trabajo voluntario en una comunidad con niños cuya piel era más oscura que la mía, me llamaban “catira” –rubia– por el tono de mi piel, menos bronceado que el de la caribeña promedio. Si me preguntan cuál es mi raza, la única respuesta honesta que puedo dar es… depende.
En nuestra región, en la que el mestizaje con frecuencia fue la norma a partir del siglo XIX, tenemos un sistema de tonalidades de piel mucho más complejo que el simple blanco o negro: los brasileños, por ejemplo, emplean más de 130 palabras para describir los distintos tonos de piel. Intentar comprender las sutilezas de esas categorías empleando las categorías raciales angloamericanas es un caso perdido: esa no es la manera en la que conceptualizamos estos temas.
Paula Salerno –una lingüista que fundó Discursopolis, una herramienta en línea de análisis de textos en español– me dijo que prohibir una palabra dada sin importar el contexto en el que se emplea asume que las palabras existen aisladas del modo en el que se usan. Para una lingüista, se trata de un sinsentido.
En los medios en español hubo una reacción de desconcierto casi unánime frente a la sanción que recibió Cavani. “Injusta” y “desproporcionada” fueron algunas de las palabras que más se repetían. Por mucho que busqué, no pude hallar una organización en contra del racismo que apoyara de manera inequívoca y oficial el castigo.
No obstante, algunos activistas de la región sí consideraron que la multa y el castigo de tres partidos eran justificados. Sandra Chagas, una activista afrouruguaya contra el racismo, la apoyó, pero lo hizo solo después de que le insistí en que me dijera cuál era su postura. “Tiene connotaciones racistas que remiten a la esclavitud”, me dijo por teléfono. Su castigo es como “una multa de tránsito por estacionar tu vehículo en el lugar equivocado: no importa si lo hiciste con las mejores intenciones o si no sabías que era un lugar prohibido”.
Sin embargo, Alejandro Mamani, vocero de Identidad Marrón, un colectivo en línea para latinoamericanos de piel morena, rechaza la sanción. Su argumento es que debemos distinguir entre expresiones como “negrito”, que tiene connotaciones positivas, y expresiones que emplean la palabra “negro” en tono peyorativo, como en el caso de “mercado negro” o “magia negra”.
En años recientes, la Federación de Futbol inglesa ha apoyado una política de cero tolerancia frente al racismo. Si tomamos en cuenta la lamentable historia de racismo agresivo en contra de jugadores y fanáticos, la iniciativa se tardó en llegar. El racismo y el vandalismo plagaron los estadios, en particular en la década de los ochenta, y a los jugadores negros se les atormentaba con gritos abusivos y se esperaba de ellos que siguieran jugando aun cuando los vándalos en las gradas les lanzaban plátanos al campo. De manera tardía, las autoridades impusieron mano dura y los estadios de futbol en Inglaterra son sitios muy distintos ahora. Aún así, los jugadores siguen padeciendo el racismo, en especial por redes sociales. Por eso la Federación de Futbol está deseosa de apoyar iniciativas contra el racismo, ¿y qué puede tener eso de malo?
Preguntémosle a Cavani. Cuando se aplican sin considerar el contexto lingüístico, social y cultural, las iniciativas en contra del racismo corren el riesgo de convertirse en una caricatura de sí mismas, y abriendo una grieta entre las personas de distintas culturas en lugar de unirlas, como lo hace el futbol de manera tan impresionante alrededor del mundo, al vincular a personas de todo tipo de orígenes y colores en esfuerzos colectivos. La Federación de Futbol inglesa, con su sanción exagerada a Cavani, logró más bien evidenciar que adherirse a un tipo de ideología antirracista angloamericana y maximalista sirve muy poco para combatir al racismo en sí mismo.
En lugar de exportar esas neurosis raciales tan explosivas, el mundo anglo debería considerar si hay algo positivo que importar de las personas en Latinoamérica y nuestra manera de entender las vastas complejidades de la identidad, en lugar de buscar las oposiciones binarias –y en el mejor de los casos, el modo en el que reconocemos las diferencias superficiales con afecto, de un modo que le quita lo hiriente a las palabras con carga racial.
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