En la era del correo electrónico y el WhatsApp es oportuno volver la vista atrás, a los siglos XVI y XVII, una época que también vivió una explosión sin precedentes de la comunicación personal por escrito. El medio fueron las cartas escritas en papel.
Desde luego, las cartas eran tan antiguas como la escritura, pero en la Edad Moderna, gracias a la extensión de la alfabetización, el desarrollo de la economía y el comercio y la mayor movilidad de las personas, su circulación aumentó de forma vertiginosa. Nunca como entonces la carta alcanzó una posición tan privilegiada en la vida cotidiana.
Pertrechados de pluma, papel y tinta, los hombres y mujeres de entonces redactaron innumerables misivas de todo tipo. Las cifras son inapelables. Entre 1504 y 1515, el conde de Tendilla escribió unas 6.000 cartas, tanto personales como relacionadas con su cargo de capitán general del reino de Granada; del banquero y mercader Simón Ruiz se conservan 56.721 misivas, y del conde de Gondomar, embajador en Inglaterra, cerca de 30.000 escritas entre 1613 y 1622.
Misivas de todos los tipos
Según la definición del Diccionario de Autoridades (1729), la carta es un «papel escrito y cerrado con oblea o lacre, que se envía de una parte a otra para incluir en él el negocio o materia sobre que se quiere tratar, y que vaya secreto». El mismo diccionario explica que las había de diversos géneros: de favor, de recomendación, de aviso… Las dirigidas a parientes o amigos se denominaban cartas familiares. Cada tipo de carta tenía sus propios requisitos en cuanto al estilo de redacción, las fórmulas de encabezamiento y despedida, la caligrafía y hasta la calidad del papel.
Distintos de las cartas eran los billetes, más breves y menos formales, que solían escribirse en fragmentos o pedazos de papel. El Tesoro de la lengua castellana (1611) de Covarrubias define el billete como un «papel en que se escribe algunas pocas razones».
Como las epístolas, los billetes tenían muy diversos fines. Podían servir de carta de recomendación, como el que pidió Esteban de Garibay a fray Diego de Yepes para entrevistarse con santa Teresa de Jesús: «Pedí al padre prior un billete para, mediante él, visitar a tan gran sierva de Dios».
Los billetes también se utilizaban para transmitir mensajes amorosos, lo que hizo que moralistas como el franciscano Juan de la Cerda condenaran su uso por las mujeres (1599): «El escribir ni es necesario ni lo querría ver en las mujeres, no porque ello sea de suyo malo, sino porque tienen la ocasión en las manos de escribir billetes y responder a los que hombres livianos les envían».
Una vez escrita la carta, en vez de ponerla en un sobre (éstos sólo aparecieron a finales del siglo XVIII), el papel se plegaba hasta formar un cuadrado en el que se anotaba el «sobrescrito», con las señas del destinatario y, eventualmente, la persona encargada del transporte; luego se cerraba sellándola con lacre.
En los billetes se podía prescindir del sobrescrito. Teresa de Jesús decía al padre Gracián en una carta del 5 de septiembre de 1576: «No olvide vuestra paternidad de escribirme cómo se llama el hombre a quien yo he de guiar las cartas a Madrid. Mire no se le olvide, y decirme cómo le he de poner en el sobrescrito».
Si el destinatario estaba relativamente cerca, por ejemplo dentro de la misma ciudad, lo más sencillo era encargar a otra persona que llevara el mensaje, por ejemplo, a un criado. Aunque éstos podían transmitir un recado de viva voz, el billete o la carta tenían la ventaja de evitar errores y guardar el secreto.
Como explicaba Covarrubias, el billete «fue muy buena invención para comunicarse con más quietud y tratar las cosas con secreto, no fiándolas de ningún tercero ni criado, que muchas veces tuercen la razón y por eso los llaman estraga recados».
Para distancias largas y mensajes de importancia cabía la posibilidad de pagar a lo que hoy llamaríamos un mensajero o, en el lenguaje de la época, un «propio», una persona a la que se pagaba para que entregara la carta en persona al destinatario. «Despachó un propio a toda diligencia con cartas suyas», se lee en una biografía de la monja Ana de Jesús.
Correos y estafetas
La otra opción era recurrir a un correo, «el que tiene el oficio de llevar y traer cartas de una parte a otra», como lo definía el Diccionario de Autoridades. Estos podían ser correos a pie, o peones, capaces de recorrer entre 25 y 50 kilómetros diarios. «Hacia ellos venía un hombre de a pie, con alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la mano, propio talle de correo de a pie», leemos en el Quijote.
O bien correos en mula o a caballo (troteros), que hacían un trayecto directo o bien iban de una ciudad a otra por la posta, esto es, cambiando de caballo en estaciones o postas, lo que les permitía cubrir distancias de entre 80 y 100 kilómetros al día.
Estos correos formaban parte de un sistema postal organizado por el Estado. Desde el siglo XV había ordenanzas que fijaban la partida y llegada regulares de los correos, la inviolabilidad de las cartas, los salarios y el derecho de reclamación en caso de pérdida.
Este correo ordinario –llamado así para diferenciarlo del extraordinario reservado a la comunicación diplomática– llegaba y partía en días fijos de la semana. «Hoy es día de correo y he de escribir a un amigo», decía un personaje de una obra teatral de Agustín Moreto.
Los lugares fijos donde se iba a recoger las cartas del correo o entregárselas se llamaban estafetas. «Venidos los martes y sábados, acudían mis estudiantes a la estafeta, recibían las cartas y, encendida una vela, las iban leyendo», escribía Jerónimo de Alcalá en una novela, Alonso, mozo de muchos amos, ambientada en Salamanca.
Llega el cartero
En el siglo XVII había también carteros –llamados ya así– que llevaban las cartas a casa, pero sólo las entregaban si el destinatario les pagaba el porte, según una costumbre bien establecida hasta la invención del sello postal en el siglo XIX.
Así, en una escena de una comedia de Agustín Moreto un cartero llama a la puerta de una casa y cuando le abren lee el sobrescrito de la carta («A don Pedro de Luján, en la calle de la Reina de Toledo») y dice el precio: «Tres cuartos vengan».
Los portes, que variaban con el número de pliegos de la carta, no eran baratos. Algunos incluso se asustaban cuando les llegaba una carta: «Correo es este que suena, / mas que viene por la posta. / Desmayado estoy de pena, / porque si viene a mi costa / no me ha de comer la cena», decía un personaje de un entremés de Quevedo.
Fuente: National Geographic
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