sábado, 30 de enero de 2021

Razones para apagar las pantallas un día a la semana


En julio de 2020 se confirmó que, por primera vez en la historia, más de la mitad de la población mundial usaba las redes sociales. El informe Digital 2020 July Global Statshot, elaborado por Data Reportal en colaboración con We Are social y Hootsuite, demuestra que el número de usuarios en redes sociales aumentó más de un 10% en doce meses –de julio de 2019 a julio de 2020– hasta situarse en los 3.960 millones, o sea, 3,96 ‘billions’ americanos. Es decir: el 51% de la población mundial tiene, al menos, una cuenta creada en alguna de las plataformas de redes existentes. A pesar de lo elevado de la cifra, parece que esta todavía puede ir a más. «El ritmo de crecimiento parece haberse acelerado en los últimos meses, por lo que existe una probabilidad razonable de que veamos un crecimiento rápido en el próximo informe», señalaban los autores en julio del año pasado. Una predicción en la que acertaron, ya que la versión de octubre indica un número total de más de 4.000 millones de usuarios.

Una de las razones del rápido aumento en el número de personas activas en redes sociales es, según el estudio, la situación de confinamiento o quasi-confinamiento derivada de la pandemia. Prácticamente en todos los países del mundo, los ciudadanos se han visto obligados a pasar más horas en casa que nunca, ya sea por las restricciones de movilidad o por la tendencia a continuar con el teletrabajo una vez superados los meses de confinamiento estricto. Si bien es cierto que el consumo digital ya registraba antes cifras muy altas, en 2020 las pantallas se han convertido en un apéndice prácticamente inseparable de la mayoría de las personas. En el caso de España, el tiempo mirando pantallas ha aumentado tres horas diarias respecto al consumo previo a la pandemia, como indican los datos del informe Screen pollution y la COVID-19.

Ocho de cada diez españoles «asegura hacer mayor uso de dispositivos con pantallas desde el confinamiento», pasando de 11 a 14 horas de consumo diarias. Esto equivale a estar 210 días al año mirando algún tipo de pantalla. La adicción digital es tal que un 80% de la población española, lo primero y último que hace cada día es mirar un dispositivo con pantalla, un gesto que se ha convertido en rutina, algo tan automatizado como lavarse los dientes después de comer y que en todos –o casi todos– produce un efecto placentero. Sin embargo, la satisfacción que da recibir un like o el entretenimiento que supone saber lo que ha comido nuestra celebridad favorita puede, con el tiempo, derivar en un efecto nocivo para nuestra salud.

Desintoxicación digital, redes sociales y (mala) salud

Aunque la adicción a la tecnología no está oficialmente reconocida en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM por sus siglas en inglés), varias profesionales pablo: mejor los expertos ya han empezado a alertar sobre los efectos negativos de una alta exposición a las pantallas y a las redes sociales. «Es habitual seguir en redes sociales a influencers, marcas o revistas cuyas publicaciones se asemejan más a anuncios publicitarios que al día a día de las personas en general», escribe la psicóloga y profesora de la UNED, Laura Reguera. Una imagen que, explica, puede generar «un conflicto interno cuando vemos que nuestra realidad no se corresponde con lo que se supone que debería ser». Ese choque al que hace referencia Reguera puede derivar en problemas de autoestima que, en el peor de los escenarios, provoquen trastornos de la conducta alimentaria.

Además de la falta de autoestima, un estudio publicado por Society for Research in Child Development concluye que el consumo tecnológico excesivo en adolescentes está asociado con un incremento del riesgo a padecer problemas mentales. «El incremento en el uso de las tecnologías digitales está relacionado con un aumento de los síntomas del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y de los trastornos de la conducta». Sin llegar a estos extremos, un estudio elaborado por científicos del JFK New Jersey Neuroscience Institute y de la Universidad Seton Hall revela que el uso de redes sociales también afecta a la calidad del sueño. A lo largo de la investigación se concluyó que el 70% de los participantes usó las redes sociales dentro de la cama y, de ellos, un 15% utilizó el móvil durante una hora o más; un comportamiento que «aumenta la probabilidad de padecer ansiedad, insomnio y una reducción del tiempo de los ciclos del sueño».

La adicción a las pantallas y al uso de las tecnologías está creciendo de tal manera que los expertos sanitarios ya han puesto nombre a un nuevo trastorno derivado de este tipo de consumo: la nomofobia. Este, explican desde Sanitas, consiste en «el miedo irracional que sienten muchos usuarios a no disponer del teléfono móvil, bien porque se lo han dejado en casa, se les ha gastado la batería, están fuera de cobertura, han agotado el saldo, se lo han robado o, simplemente, se les ha estropeado». Un estudio elaborado por la agencia demoscópica YouGov –y por el que surgió el término– concluyó que el 44% de sus encuestados sentirían ansiedad si no pudieran comunicarse al instante con sus familiares y amigos.

‘Detox’ digital, nueva moda saludable

La desintoxicación digital es, según el diccionario Léxico de la Universidad de Oxford, «un periodo de tiempo durante el cual una persona se abstiene de usar dispositivos electrónicos como ‘smartphones’ u ordenadores, considerado como una oportunidad para reducir el estrés o concentrarse en la interacción social en el mundo físico». Un hábito que, a priori, suena fácil pero que, con los datos en la mano, se vislumbra como un ejercicio de verdadera fuerza de voluntad. A pesar de lo radical que puede sonar la palabra «desintoxicación» hay que tener en cuenta que existen muchas formas de llevar a cabo esta nueva práctica y que la recomendación por antonomasia de los expertos es ser realistas.

«Para muchas personas no es posible renunciar por completo a todas las formas de comunicación digital, especialmente si se necesita estar conectado para el trabajo, los estudios u otras obligaciones. Esto no significa que no se pueda disfrutar de los beneficios de una desintoxicación digital: la clave es hacer de la desconexión algo que funcione para nuestros horarios y nuestra vida», explican en Very Well Mind, un portal web escrito por profesionales de la salud. Una de las claves para iniciarse en la desintoxicación digital es establecer límites a la hora de acceder a los dispositivos. Estos pueden ser tan pequeños como activar el modo avión mientras se realiza otra tarea, como deporte, o algo más «drásticos», como apagar el móvil una hora antes de dormir y no volver a encenderlo hasta que no se esté listo para salir de casa.

La mayoría de los programas de desintoxicación digital que existen duran entre uno y tres días. Este debería ser el objetivo óptimo pero, si no se consigue, no hay que frustrarse. «El proceso a menudo trata más de establecer límites y asegurarse de que se están utilizando los dispositivos de una manera beneficiosa y no dañina para la salud emocional y física», recuerdan en Very Well Mind. Sea cual sea el grado de desintoxicación que se logre –y que se desee lograr–, lo cierto es que todos los estudios apuntan a que un uso más moderado y racional de los dispositivos tecnológicos ayuda a mejorar la calidad del sueño, a estar más centrado cuando se realizan actividades y a reducir la tendencia a sufrir estrés y ansiedad.

Fuente: Ethic

jueves, 28 de enero de 2021

Las nueve claves del éxito arrollador de Israel en la vacunación


En todo el planeta la carrera por la vacunación hace agua. Las ambiciosas metas con las que comenzaron muchas de las grandes potencias se han ido desvaneciendo. Estados Unidos, por ejemplo, se comprometió a vacunar a 20 millones el primer mes y apenas logró 2 millones. Israel, por el contrario, ya está al otro lado. Le puso la vacuna a más del 30 por ciento de su población. El segundo país en este esfuerzo es Arabia Saudita, que, con todos sus millones, va en 19 por ciento. Después está Baréin con 8 por ciento, el Reino Unido con 7 por ciento, Estados Unidos con 4 por ciento, Italia con 2 por ciento y Alemania con 1 por ciento. Francia es considerada un enorme fracaso y no ha llegado ni al 1 por ciento. El milagro israelita tiene asombrado al mundo, que busca entender la razón de su éxito. Así lo está haciendo.

1. Compraron de primeras

Israel cerró antes que muchos los acuerdos para adquirir la vacuna. Según el doctor Asher Yeshaihu Salmon, jefe del Departamento de relaciones internacionales en el Ministerio de Salud de Israel, “en abril ya estábamos en contacto con AstraZeneca, y al final de la primavera ya había discusiones con Moderna. En noviembre se finalizaron los acuerdos con Pfizer”. Esta última farmacéutica les aseguró las primeras 10 millones de dosis. De acuerdo con el centro de pensamiento Brookings, el tamaño y la capacidad de este país para ejecutar la vacunación fueron claves. “Netanyahu lo sabía, y las farmacéuticas también”, que Israel sería el “país piloto” perfecto para Pfizer, asegura en una de sus publicaciones. El ministro de Salud, Yuli Edelstein, confirmó que la nación entró rápidamente a negociaciones con las farmacéuticas debido a su alta capacidad de entregar las dosis efectivamente. Para Edelstein, “los convencimos de que si nos daban la vacuna primero, sabríamos exactamente cómo administrarla en el menor tiempo posible, y eso fue lo que pasó”.

2. Vacunas vs. información

El diario Politico explicó que en el acuerdo que Israel firmó con Pfizer se incluyó el intercambio de datos. Bajo este, el país le proporcionará a la farmacéutica y a la Organización Mundial de la Salud información sobre edad, género, historia médica, eventuales efectos secundarios y la eficacia. Esto tendrá el propósito de aumentar el conocimiento de la nueva vacuna y además mejorar su mercadeo global. Según el doctor Salmon, “la información que se está compartiendo incluye casos adversos y de ineficacia, lo cual le permite a Pfizer recolectar datos que aplica a escenarios y personas reales”. Esto se debe al uso de un sistema electrónico nacional, el cual documenta a todos los pacientes que han recibido la vacuna y monitorea continuamente sus efectos secundarios.

3. La logística ya estaba lista

Cuando aprobó la vacuna de Pfizer a mediados de diciembre, Israel ya estaba listo para empezar a ponérsela a sus ciudadanos. Aparte de conseguir una licencia de emergencia por medio de información del FDA y otras fuentes, se desarrolló un programa llamado “esquema nacional de adquisiciones”. De acuerdo con el doctor Salmon, este involucra múltiples ministerios y agencias, tales como la oficina del primer ministro, la Policía y los ministerios del Interior, Defensa, Salud, entre otros. “Todo está coordinado a través del centro de comando de covid-19 del Ministerio de Salud para asegurar la recepción eficiente y rápida de vacunas. También nos aseguramos de empezar temprano negociaciones con proveedores de jeringas y demás elementos para garantizar su llegada oportuna”.

4. Estadios para vacunar

Israel capacitó personal médico en tiempo récord y, paralelamente, levantó centros de vacunación para poder adelantar su plan masivamente. Estadios y centros comerciales son utilizados hoy para aumentar la capacidad de vacunación. El principal obstáculo que tiene la vacuna de Pfizer –la necesidad de estar en ultracongeladores que garanticen temperaturas de -70 grados– también se solucionó. Todo el almacenamiento se hace en el centro de logística de la mayor empresa farmacéutica, Teva, localizada en el medio del país.

5. Un sistema de salud ejemplar

La alta eficacia del programa de vacunación israelí se debe en gran parte a su sistema de salud pública. Este está conectado a una red digital en el que se registra el historial médico de cada ciudadano desde su nacimiento, incluyendo hospitalizaciones, medicamentos prescritos y vacunaciones. Tienen una cadena de mando centralizada, en un sistema llamado HMO. “Les dimos mucha responsabilidad”, explicó el doctor Salmon. Cada HMO es responsable de comunicarse con sus miembros por medio de llamadas y mensajes de texto. Así, buscan que nadie se les quede por fuera.

6. Todos se quieren vacunar

Contrario a lo que pasa en otros países, en donde crece el escepticismo de muchos frente a la vacuna, en Israel se forman largas filas para poner tener una dosis. Hay razones para este éxito. En muchas naciones se comenzó a vacunar solo a los mayores de 70 años, pero allí esta semana ya empezaron con los de 40. “Decidimos hacer esto para que la gente entendiera que lo correcto es vacunarse”, explica el doctor Salmon. “Durante todo el proceso de vacunación, hemos aprendido a planear, pero también a dejar espacio para la flexibilidad. Entonces, si descubrimos que al final del día hay sobrantes, permitimos que jóvenes que esperan las reciban. No queremos desperdiciar”.

7. Campañas publicitarias

Las comunidades ultraortodoxas, jasídicas y árabes, que tienen poca confianza en el Gobierno, han sido las más reticentes. Para contrarrestar este efecto, se llevaron a cabo campañas publicitarias, y cada una tuvo una estrategia de comunicación distinta. “Realizamos campañas para la población LGBTQ, para la comunidad ortodoxa, para la población árabe”, explicó el doctor Salmon. “Queríamos que tuvieran una combinación de honestidad y transparencia”. Los eventos no pretendían mostrar que todo es perfecto, sino tener claras la eficacia y las ventajas de estar vacunado.

8. Sistema nacional electrónico

El sistema digital, que incluye un servicio de mensajes de texto, una aplicación móvil y trabajadores multilingües que ayudan a pacientes a reservar fácilmente una cita para vacunarse, ha sido también clave. “Mientras el NHS (el servicio médico del Reino Unido) envía correo, Israel usa un sistema moderno de mensajería digital para ejecutar su programa de vacunación’’, se lamentaba el diario The Telegraph al elogiar la estrategia de este país. Los pacientes pueden allí programar fácilmente sus citas y recibir recordatorios en mensajes de texto o llamadas. Este sistema digital también ha sido fundamental para mantener el inventario y evitar la caducidad de las vacunas. Se abrieron dos líneas telefónicas: una para el personal a cargo de la estrategia de vacunación (para resolver dudas) y otra para los pacientes.

9. Ninguna dosis desperdiciada

Las vacunas Pfizer y Moderna son muy sensibles a las vibraciones y los golpes, lo cual es un problema, explicó el doctor Salmon. “Por lo tanto, desarrollamos un método de ‘caja de pizza’ que utiliza envíos pequeños para distribuir vacunas con el fin de limitar y disminuir la vibración”. De acuerdo con el médico, las cajas de vacunas no se pueden enviar de un destino a otro, por lo que se deben usar cajas de distribución pequeñas para áreas más remotas, disminuyendo significativamente el riesgo de pérdida de dosis. Además, se desarrolló un método de distribución para asegurar que se utilizaran todas las dosis de la vacuna. “Tratamos de averiguar cuántas vacunas quedaban al final de cada día”, reveló el doctor Salmon. Y para disminuir el desperdicio, los trabajadores de unidades de emergencia como conductores de ambulancias y policías también se incluyeron en la fase uno, y las vacunas sobrantes se llevaron a las estaciones al final del día. Con este sistema, casi 90 por ciento de la brigada policial se vacunó y a la vez, ninguna vacuna se perdió.

Fuente: Semana

martes, 26 de enero de 2021

El yacimiento romano de Los Bañales trabaja en el diseño de su propio videojuego


La epigrafía romana de Los Bañales y la comarca de Cinco Villas será la protagonista de un videojuego que se presentará el próximo año. Se ambientará en un recorrido virtual desde yacimientos arqueológicos ubicados en Lusitania pasando por Los Bañales, Santa Criz de Eslava en Navarra, Burdeos y, finalmente, en Roma, corazón del Imperio. 

Mostrará la existencia de una cultura epigráfica que es común en toda el área mediterránea con la existencia de tradiciones locales. "Es lo que ha gustado, es un proyecto que reivindica la unidad europea a través de la globalización por medio de latín pero que no pierde la esencia de las identidades locales que se vuelcan", explica Javier Andreu, director científico de la excavación de Los Bañales en Uncastillo.

El proyecto es innovador ya que, aunque hay muchos videojuegos ambientados en el mundo antiguo, tendrá la peculiaridad de situar el protagonismo en las inscripciones situadas en su contexto arquitectónico y monumental. 

De esta manera, se van a diseñar recreaciones de los lugares en que se han localizado. El juego se basará en la resolución de enigmas relacionados con la información que aparece en algunas de las inscripciones integradas en el catálogo de las ciudades elegidas. "Todas ellas tienen en común que son catálogos muy generosos. En el caso de Los Bañales y Santa Criz son dos yacimientos significativos al concentrar una buena parte de las inscripciones existentes en el valle del Ebro ya que tenemos muy poca epigrafía en piedra antigua que no haya sido reutilizada", revela.

Este novedoso proyecto se denomina ‘Valete vos viatores! Travelling through Latin Inscriptions across the Roman Empire’ y verá la luz antes de junio de 2022 ya que sus diseñadores ya están trabajando. Cuenta con un presupuesto de 311.000 euros y se desarrollará al amparo del proyecto de la modalidad Europa Creativa impulsado desde la Universidad de Navarra con la colaboración de la Universidad de de Coimbra, de la Sapienza Universitá di Roma, de la Université de Bordeaux, del Museo Nazionale Romano de Roma y del municipio de Idanha-a-Nova en Portugal. 

En un mes se celebrará la primera reunión del equipo y comenzará la toma de imágenes para digitalizar y generar recursos en las distintas ciudades. La iniciativa sitúa al yacimiento de Los Bañales y al navarro de Santa Criz al nivel de otros centros arqueológicos y epigráficos muy importantes porque ahí están también el Museo Nacional Romano con la mayor galería de inscripciones que existe en Occidente, la Sapienza como universidad con gran experiencia en epigrafía digital y Burdeos con gran nivel en innovación tecnológica. "Nosotros nos sumamos aportando nuestra experiencia ensayada en el Museo Virtual de Los Bañalaes para documentar en 3D en las recreaciones virtuales. Ahora nos atrevemos a dar el salto al soporte del videojuego que puede posicionar Los Bañales y las inscripciones ante un público más amplio", apunta Andreu.

La Fundación Uncastillo que impulsa el proyecto de investigación arqueológica de Los Bañales iniciará el 1 de febrero la campaña de catalogación de todo el material recuperado en Los Bañales. Se va a contratar a cuatro personas en Layana, que estarán inventariando y clasificando de manera que el 1 de marzo todo estará ya depositado en el Museo de Zaragoza. Además está ya listo el Plan de Actuación de los Bañales que la Fundación ha realizado por encargo de la Dirección General de Patrimonio y que marca la estrategia de futuro del yacimiento. También se plantea convertir Los Bañales en un parque arqueológico como una vía para retener población a través de la atracción de visitantes.

Imagen: Turismo de Aragon

Fuente: Cultura Clasica

domingo, 24 de enero de 2021

El mito de la natividad digital


Ignoro si empezaron los abuelos —que tienen derecho, faltaría más, a enternecerse por cualquier cosa que hagan sus nietos— quienes primero aplaudieron que a las primeras de cambio los infantes demostrasen cierta pericia en el manejo de teléfonos móviles y tablets. O si fuimos los padres, más estresados y dispersos que quienes nos precedieron, quienes, para enterrar nuestra mala conciencia por hacerles comer las primeras papillas delante de unos dibujos animados (teníamos prisa) o acostumbrarlos a un ocio empantallado (estábamos cansados), antes nos maravillamos de que alcanzasen aquellos prematuros y extraordinarios logros, dar enseguida con su vídeo preferido o descargar la aplicación que a nosotros se nos resistía. Después vino el móvil, a los ocho años —para poder hablar con papá, que ya no vive en casa— o a los once —todos sus compañeros lo tienen—, y los días completos con la Play en sus fines de semana acuartelados. Finalmente, la adolescencia estalló y ya fue demasiado tarde para entender el camelo.

A los primeros síntomas de la enfermedad —esencialmente, incompetencia social y graves dificultades atencionales—, se puso en marcha la maquinaria mediática de las grandes corporaciones, con su correspondiente cohorte de mercachifles. Marc Prensky (MBA por la Universidad de Harvard y Máster en Pedagogía por la Universidad de Yale) nos explicó que nuestros hijos eran nativos digitales, y nosotros apenas espaldas mojadas de esta nueva Arcadia de prosperidad y progreso. Sus cerebros eran «distintos», el mundo era el de ellos y el problema lo teníamos nosotros, que por nuestra condición inmigrante andaríamos ya por siempre con la lengua fuera para hacernos a esta nueva normalidad triunfante. Tendríamos que entender el idioma de los nativos con terribles padecimientos, tratar de no perder el tren mientras estas nuevas generaciones galopaban hacia un mundo pleno de sensaciones, empoderamiento, fluidez multicultural y fortunas antes de cumplir los treinta.

Hoy sabemos que nada de eso ha estado ocurriendo. Que cambiar las letras por las imágenes, las redes sociales por las conversaciones cara a cara y los libros por las series en serie ha venido acompañado por una analfabetización soterrada, más precariedad laboral y una inaudita desorientación moral y política. Nicholas Carr, en Superficiales, o James Williams en Stand Out of Our Light dedicaron hábiles páginas a este asunto, que ahora muchos descubren gracias a —oh, ironía— un documental de Netflix. Estábamos avisados, pero preferimos desdeñar las señales, para que no nos llamasen luditas; a nosotros, que crecimos entre ordenadores y trabajamos con toda naturalidad empleando un sinnúmero de herramientas tecnológicas.

Se dieron signos más claros, incluso cómicos, si las consecuencias no fuesen tan funestas: la confesión de los propios capitanes de Sillicon Valley de que ellos alejaban concienzudamente a sus hijos de los dispositivos móviles. Ellos saben que si quieren que sus hijos sigan siendo élites han de dominar sus cerebros, y así Tim Cook, el director ejecutivo de Apple, ha dicho que no dejaría que su sobrino se uniera a las redes sociales, y Bill Gates prohibió los móviles a sus hijos hasta la adolescencia, y Steve Jobs no hubiese dejado que sus hijos tocasen un iPad ni con un palo. En palabras de Athena Chavarria, que fue asistente ejecutiva en Facebook: «Estoy convencida de que el diablo vive en nuestros móviles y está arruinando la mente de nuestros jóvenes». Instagram, Snapchat y TikTok son el nuevo tabaco, un vicio de clases pobres, y uno no puede dejar de imaginar a esta gente diciendo: «Nosotros vendemos, hijo, pero no consumimos».

Capítulo aparte: la escuela. Lo positivo que las nuevas tecnologías han aportado es más bien modesto, ventajas, a lo más, estéticas. Presentaciones más atractivas que las antiguas y cutres transparencias, sí, y que los vídeos que pueden verse en clase tengan más resolución; pizarras digitales y nuevos canales para compartir materiales. En cambio, es mayor y francamente perjudicial el impacto negativo que la digitalización ha tenido en la enseñanza. El principal es el empeoramiento de la comprensión lectora y los trastornos atencionales. Los resultados de los informes PISA, el imparable aumento de los diagnósticos del espectro TDAH y el testimonio de los docentes (¿cuánto tiempo seguiremos ignorándolos?) ofrecen pocas dudas sobre cuáles están siendo las consecuencias. «El cerebro» —quería apaciguarnos Prensky— «puede ser –y es– constantemente reorganizado (se emplea también el término popular recableado)». Esto es tan cierto como falso; más inquietante resulta la confusión entre la neurología humana y el cableado de las máquinas. Las nuevas generaciones no solo piensan diferente, como ocurre con todas —y bien que lo necesitamos—; también piensan menos, porque han sido estafadas.

La motivación ha sido el gran caballo de Troya de las corporaciones desatencionales. Gritaron los mercaderes que la vieja educación no motivaba a los nativos digitales, y que por eso había que adaptarla a estos cerebros mejorados. Bajo la excusa de la casposidad de la vieja escuela (cuántas veces repitiendo la tontería de los reyes godos, cuántas la de los nombres de los ríos y sus afluentes), y apoyados por tantos políticos que, a todas luces, debieron de odiar la escuela (y a fe que se nota), esta inmensa mentira ha creado un nuevo y lucrativo negocio en el que los Google y Microsoft de turno, aliados con los neopedagogos, venden soluciones inexistentes a problemas que ellos mismos han contribuido a crear. Timeo Danaos et dona ferentes: no, la gamificación no está creando alumnos más motivados, sino más entretenidos, alumnos que aprenden menos. Sí, el deseo de saber, el amor a la libertad que te proporciona el conocimiento, el deber de ser un gran profesional y así pues un buen ciudadano y el orgullo de alcanzar la mejor versión de uno mismo son las únicas motivaciones válidas cuando de aprender se trata. Pero claro: a partir de esa realidad palmaria cómo vas a vender material a los colegios o reclutar futuros votantes.

Ha tenido que llegar una pandemia para que descubriésemos la indigencia tecnológica de nuestros jóvenes. No saben manejar los más elementales útiles de la ofimática. Les cuesta un mundo entrar en nuevas aplicaciones, salvo que sean móviles y tengan fines lúdicos. La capacidad para programar ni les suena, y entender la robótica y el resto de verdaderas sofisticaciones siguen siendo asunto de algunos elegidos. Resulta que lo digital avanzado es un saber técnico que se enseña y aprende y es accesible a todas las edades. En términos generales, y más allá de los mejores, que —como en cada generación— están excelentemente preparados, resulta que la habilidad digital de los jóvenes es tan prosaica como suena: destreza con los dedos.

Hay además una cumbre tecnológica que casi por completo se les escapa: el libro. El libro, naturalmente, es una tecnología, y tan exitosa que lleva, a contar desde Gutenberg, medio milenio entre nosotros. No hay visos de que pronto se oficie su entierro, que los neotecnofílicos (los cibercatetos) llevan años anunciando. Ninguna pantalla va a sustituir al libro porque el diseño de este no puede ser mejorado: la distancia hasta nuestros ojos, su peso y su materia, su amabilidad con nuestra vista y su pobreza en estímulos lo convierten en un instrumento ideal para acceder a los conocimientos profundos. Compararlo, a estos efectos, con un ordenador o una tablet, es como poner un Aston Martin al lado de un cochecito de feria, con sus lucecitas, su chumba-chumba estruendoso y su estupidez inmóvil. Seguimos comiendo con cuchara porque es una tecnología esencial que no es susceptible de ser mejorada mientras comer sea, en fin, comer. Lo mismo puede decirse del libro respecto al aprendizaje complejo.

El cuento lo habrán oído muchas veces: tres peces nadando en una pecera, dos de ellos muy bisoños que se cruzan con uno más veterano, que les pregunta cómo encuentran hoy el agua, a lo que los jovenzuelos responden, ¿qué agua? Lo cierto es que ser nativo es un aprieto, porque careces de referencias e instrumentos críticos para analizar el medio en que vives. Los nativos de las ciudades invisibilizan sus bellezas, que conmueven a los visitantes, y lo mismo puede decirse de los nativos de las culturas, y por eso, como decía Pío Baroja, el nacionalismo se cura viajando. La extrañeza es justamente lo que avienta el pensamiento. A eso se dedica la filosofía: es Morfeo mostrándole Matrix al atribulado Neo, para que deje de ser un esclavo.

En su panfleto sobre nativos e inmigrantes digitales, Marc Prensky concluye: «Hay que adaptar los materiales a la “lengua” de los Nativos […] Personalmente opino que la enseñanza que debe impartirse tendría que apostar por formatos de ocio para que pueda ser útil en otros contenidos. Así, la mayoría de los estudiantes se familiarizaría con esta nueva “lengua”». Qué momento de honestidad tan pasmoso. De lo que se trata, naturalmente, es de fabricar adocenados consumidores; de abandonar la polis para mudarse a un parque de atracciones. No es un complot internacional, ni es culpa del maligno Soros; no es nada personal, son solo negocios. La natividad digital era esto: renunciar a promover el amor al saber y el honor de construir un carácter grande e indomable a cambio de un entretenimiento sin límites. La natividad digital es un mito, y además un timo; el lucrativo e indigno proyecto de acostumbrarnos a malvivir en Matrix.

Fuente: Disidentia

viernes, 22 de enero de 2021

¡Despierten, condenados de esta tierra!


No tenemos nada contra la alta velocidad, lo malo es que no tenemos a nadie que conduzca con sensatez y previsión. En el “Control de Misión” del desarrollo tecnológico no hay nadie a quien le hayamos dado nuestra autorización. Por el momento, el futuro lo construyen científicos y empresas orientadas al lucro. Y esto de modo exclusivo: Facebook, LinkedIn, Twitter y Baidu deciden cómo nos comunicamos. Tinder y Parship, cómo nos conocemos y nos enamoramos. Apple, Google and Co. influyen en nuestros intereses. Tesla, Uber, Waymo y demás pronto conducirán nuestros autos. IBM está trabajando en y con computadoras cuánticas, cuyo rendimiento cognitivo es muy superior al de los hombres. Google hace lo propio en creatividad artificial con el. Y esta lista podría continuarse indefinidamente.

La tecnología no tiene ética

Es importante entender que la tecnología en sí no es buena ni mala. Es neutral, es una herramienta. “Las computadoras existen para dar respuestas, los seres humanos para hacer preguntas”, escribe Kevin Kelly, el cofundador de Wired.

Dicho de otro modo: la tecnología no tiene ética, ¡nosotros debemos agregársela! Pero ¿la ciencia y el sistema económico están en condiciones de realizar esta tarea solos? ¿Han sido creados para ser una instancia ética? La respuesta es indudablemente: “No”. La ciencia tiene que ser curiosa, pues le importa explorar todo lo posible. El sistema económico debe ser codicioso, pues le importa la eficiencia que maximiza las ganancias. No se les puede hacer ningún reproche a la ciencia o a la economía. Pensar el futuro en términos de la humanidad entera no figura en la descripción de sus deberes laborales.

Muchas personas lo captan o sienten y quieren que el futuro también esté determinado por la política y la sociedad. De otro modo no podría entenderse el ascenso meteórico en Alemania del Partido Pirata en 2011 y 2012. Además de cualquier cantidad de caos interno, los Piratas proponían nada menos que ingreso básico incondicional, protección de datos y planteos contra un derecho de propiedad intelectual anticuado. Como fuera, dieron la impresión de que con ellos la política y la sociedad podrían volver a tener voz en el tema futuro. Se tuvo la esperanza de que aparecerían personas que pensarían lateralmente, cuestionarían, agitarían, como lo hacen los artistas y los filósofos. Se tuvo la esperanza de que aparecerían políticos que le darían importancia al sentido y la significación, a la ética y la estética. El Partido Pirata no pudo dar esto y despareció, pero el deseo quedó.
 
¿Qué hacer? Despertar sería una medida más que útil. Especialmente los políticos de los partidos progresistas deberían despertar y meterse en el debate. Antes, la socialdemocracia decía querer aprovechar las nuevas posibilidades tecnológicas para el progreso social. Con este objetivo Lasalle y Bebel fundaron el partido socialdemócrata SPD hace ciento cincuenta y cinco años. Sin embargo, hoy se discute con toda seriedad en los comités locales la retirada del partido de Facebook... porque Facebook ya “no es de confianza”. Si bien esto no es del todo falso, la reacción es torpe, conservadora y por eso enteramente incorrecta. El SPD alemán no es un caso aislado. El derrumbe generalizado de la socialdemocracia europea se funda en que esta no ha logrado dar una respuesta al Cambio Tecnológico. Lamentablemente, no hay otros partidos políticos que puedan llenar este abismo.

Lo que falta es la mezcla de previsión, optimismo y también orientación política

Esta renuncia a renuncia al trabajo y la falta de perspectiva que caracterizan actualmente a los otrora partidos progresistas es un peligro para la democracia. Un futuro impulsado por la digitalización, la automatización, la virtualización y la globalización causa miedo cuando está más allá de la propia influencia o, al menos, de una influencia política. A pesar de la próspera coyuntura económica y el buen empleo se vota a partidos populistas porque tienen una posición clara respecto al futuro: quieren impedirlo. Partidos como el AfD de Alemania, el FPÖ de Austria o el SVP de Suiza insinúan que se podría hacer regresar el pasado en lugar de configurar el futuro. Pero esta promesa reaccionaria no se combate prescindiendo por completo de promesas, ¡sino formulando una promesa mejor!
 
Por eso necesitamos imágenes del futuro que nos hagan mirar hacia adelante con curiosidad y esperanza: las máquinas y los algoritmos inteligentes podrían, por ejemplo, liberar a los hombres del trabajo indeseado. ¡Los investigadores hablan hasta de un 85%! Aquí se trata en primer lugar de trabajo rutinario, de actividades repetitivas que en el futuro podríamos dejar sin temor a la Inteligencia Artificial y a los robots. Dada la garantía de un ingreso, podremos dedicarnos entonces a otras cosas (a otras personas) y producir un trabajo que haga avanzar a la sociedad.
 
Pero todavía puede ser mejor: las granjas verticales y la carne de laboratorio pueden ayudar a vencer de modo definitivo el hambre y, por lo menos, cumplir con las metas climáticas, por no hablar del bienestar de los animales. La impresora 3D ahorra transportes innecesarios. Mucho de lo que uno cree necesitar sencillamente se imprimirá en casa, por ejemplo, soportes de asientos. Gracias a esto, ya no habrá necesidad de tener recursos disponibles en los depósitos. Y como el auto compartido viajará hasta delante de las casas de modo autónomo, casi nadie tendrá un vehículo propio. La sincronización en la nube y la convergencia de biología y tecnología hará de la medicina algo más sencillo y económico y en todo el mundo la gente estará más sana.
 
Pero nadie creerá esta historia mientras sólo se narre en Silicon Valley y en China. Por el contrario, en estas tierras y en las películas hollywoodenses se prefiere abundar alegremente en fantasías apocalípticas. El miedo articulado allí no carece de fundamento. Los peligros del mal uso de los datos y las tecnologías exponenciales son, sin duda, enormes. De ahí que esté justificado cierto escepticismo ante una narración del futuro puramente positiva. Lo que falta es la mezcla de previsión, optimismo y orientación social y política. Se necesitan políticos que sean al mismo tiempo escépticos y valerosos.

El futuro está llegando. ¡despierten y vengan!

Para que el futuro vuelva a ser inspirador, una promesa fuerte, hay que atreverse a pensar en grande, de modo exponencial y no lineal. El cambio que experimenta el mundo será cada vez más veloz y profundo; en un marco de businnes as usual, es decir de procesos y regulaciones normales, no podremos afirmar ningún pilar importante. Por ejemplo, el diputado europeo Jan Albrecht (Partido Verde) tuvo razón cuando dijo que los “datos son el nuevo petróleo” y exigió una mejor protección. El resultado ha sido, sin embargo, una regulación clásica llamada Reglamento General de Protección de Datos. Este pequeño monstruo burocrático llevó a una catarata nunca vista de correos electrónicos, en lugar de generar seguridad de datos y transparencia. Los datos, igual que antes, siguen quedando fuera de la jurisdicción de la UE. ¿Por qué no nos ocupamos de que los datos encuentren un puerto más seguro, con control estatal? ¿Por qué no insistimos en un cloud europeo?

Quizás les estemos pidiendo demasiado a los políticos mientras su formación siga siendo estudios de ciencias políticas o de derecho, con un posterior trabajo en un despacho de diputado y/o un lucrativo empleo temporario en una institución estatal o afín a su partido.

Para que los políticos tengan una contención de seguridad en una acción orientada al futuro se necesitaría un “Concejo de Éticas Digitales” europeo (más información, aquí). Para este organismo debería convocarse a científicos, filósofos, pensadores y artistas de todas las orientaciones políticas. Su tarea constante sería debatir y explicar los desafíos y las posibilidades que se producen en el marco del desarrollo tecnológico. El consejo podría publicar recomendaciones a los estados, gobiernos y a los sectores de la política y la economía y así darle velocidad y dirección al debate. Además, sobre la base de su trabajo también se podrían encaminar acuerdos globales.

Ya conocemos moratorias internacionales en el campo de la química y armas nucleares. Surgieron después de que la humanidad tuviera experiencias desoladoras con diversas tecnologías en la Primera y Segunda Guerra Mundial. Necesitaremos acuerdos similares también respecto a la inteligencia artificial y la tecnología genético. Sin embargo, esta vez no podemos esperar que se llegue a episodios fatales como el de Hiroshima: y especialmente en esos dos campos, si se produjera un pecado original semejante al de Hiroshima, la evolución posterior sería irreversible. Una “explosión de inteligencia” en la Inteligencia Artificial sería definitiva.

En el caso de otras medidas, sin embargo, no se puede esperar ningún apoyo de los Estados Unidos o China. De sus economías, al fin y al cabo, vienen los grandes jugadores del mundo digital: Google, Facebook, Baidu, Alibaba y Tencent. Ellos, igual que lo demás, deberían hacer los méritos para obtener de modo permanente su “licencia para operar” en la medida en que introduzcan medidas efectivas que eviten el uso abusivo de nuestros datos”. No puede ser que las empresas globales con cientos o incluso miles de millones de usuarios sean menos controladas que los medios de comunicación o los bancos. Tampoco tiene sentido permitir que las ganancias de las empresas se disparen por el descenso o la desaparición de costos marginales debido a la digitalización. La tecnología moderna necesita sistemas impositivos modernos.

El futuro está llegando. Está llegando muy rápido, y muchas veces ya está aquí. La cuestión es que no lo reconocemos. Contiene muchas cosas buenas que podemos compartir y aprovechar juntos. Pero esto sólo funcionará para la humanidad si nos metemos y participamos activamente en el diseño del futuro, si decimos cómo queremos vivir y quiénes queremos ser y estamos dispuestos a soñar y luchar para lograrlo.

Caminemos hacia el futuro. ¡Despierten y vengan!
 
Fuente: Kolumbien

jueves, 21 de enero de 2021

Contaminación lumínica: ¿cómo nos afecta el exceso de luz?


Un tercio de la población mundial ya no puede ver la vía láctea y el 80% de la población mundial vive bajo cielos contaminados, como recoge el Nuevo Atlas de la Contaminación Lumínica publicado en 2016. La grandiosidad del cielo nocturno ha despertado la curiosidad y el interés de la humanidad desde tiempos inmemoriales. Su observación fue determinante para el desarrollo de la navegación por mar o para determinar el inicio de la época de siembra en las sociedades agrícolas. Nos ha permitido conocer la posición de nuestro planeta en la galaxia, descubrir que compartimos composición química con las estrellas o que estas se mueven en esa bóveda que cubre nuestras cabezas, al mismo tiempo que la Tierra gira sobre su eje polar, ofreciéndonos un majestuoso baile estelar. Este espectáculo por desgracia cada vez está al alcance de menos personas debido a la contaminación lumínica.

Pero, ¿qué es la contaminación lumínica? Ni más ni menos que la alteración de los niveles naturales de luz que tenemos en nuestro entorno durante la noche. Desde esa farola cuyo resplandor entra por nuestra ventana y no nos permite dormir, hasta carreteras desiertas en las que a las cinco de la madrugada parece ser de día, o los puntos de luz blanca que apuntan hacia el cielo.

La contaminación lumínica parece un fenómeno imparable: cada año crece en torno a un 2,2% tanto la superficie mundial iluminada como la intensidad de brillo del cielo nocturno. Y no nos engañemos, aunque no ocupe espacio, no huela o no haga ruido, se trata de contaminación en el sentido estricto de la palabra y supone una amenaza no solo para las observaciones astronómicas, sino para nuestros ecosistemas y nuestra salud.

Las tortugas al nacer confunden las luces de los paseos marítimos de las zonas costeras con la luz de la luna sobre el mar. Al eclosionar los huevos, ponen rumbo equivocado y terminan siendo víctimas de predadores o de la deshidratación. Las luciérnagas están desapareciendo porque la sobreiluminación imposibilita el encuentro de los amantes: los machos son incapaces de reconocer la luz que emite la hembra –llamada bioluminiscencia– y cada vez nacen menos crías de luciérnagas. Las aves migratorias ven alterada su hoja de ruta, desorientadas por las luces de las grandes ciudades… Y así un largo etcétera de consecuencias negativas para nuestro entorno.

Cronodisrupción: cuando nuestro reloj interno se estropea

Nuestro organismo tiene un reloj interno que regula una serie de parámetros biológicos que no son constantes, ya que varían en función de si es de día o de noche. Estas fluctuaciones que se repiten día tras día cada 24 horas se conocen como ciclos circadianos. Por ejemplo, la secreción de cortisol, esa hormona que nos hace estar estresados y enfadados con todo el mundo, está regulada por este reloj, y es mayor por la mañana que por la noche. La secreción de melatonina o la presión arterial también responden a estas fluctuaciones día-noche. Pero ¿cómo sabe este reloj si tiene que mandar la orden de producir más o menos cortisol? A través de las señales que recibe del medio a través de nuestros ojos. Por ejemplo, cuando es de noche y percibimos oscuridad, este reloj interno envía la orden de disminuir la secreción de cortisol.

Sin embargo, nuestra sociedad nunca duerme, es un sistema ‘24/7 non stop’ que implica una alteración del ciclo natural luz-oscuridad debido al abuso de luz artificial durante la noche. De esta forma, nuestro reloj se vuelve loco y comienza a enviar por la noche señales que debería enviar durante la mañana. Este caos es lo que se conoce como cronodisrupción. Muchos estudios asocian este fenómeno con la aparición de enfermedades cardiovasculares, insomnio, falta de concentración, problemas de fertilidad, alteraciones alimenticias e incluso algunos tipos de cáncer.

La paradoja de las luces led

En los últimos años hemos podido observar el aumento generalizado del uso de luces led en nuestro alumbrado público. Se trata de una tecnología de iluminación que presenta ciertas ventajas con respecto a otro tipo de sistemas. Las luces led, por ejemplo, permiten regular su intensidad y escoger el color de la luz que emiten, además de que su uso supone un ahorro energético. Sin embargo, a pesar de la sustitución masiva de los tradicionales sistemas de alumbrado público por leds a los que hemos asistido en los últimos años, la contaminación lumínica no ha descendido. La razón: un efecto rebote.

El ahorro energético que supone el uso de led lleva a iluminar más superficie o a mantener las luminarias más tiempo encendidas con el mismo coste en la factura del ayuntamiento correspondiente. Y como aún no hemos interiorizado que la contaminación lumínica es un problema ambiental grave y que no somos una sociedad mejor y más moderna por tener más luces encendidas, nuestros políticos, que responden a la demanda de la ciudadanía, siguen iluminando e iluminando, porque así somos mejores que los demás (véase el ejemplo claro del municipio de Vigo).

Contaminación lumínica vista desde el espacio

Ante nuestros ojos se plantea un reto importante: aunar esfuerzos en pro de una iluminación responsable que garantice un cielo suficientemente oscuro. Lo necesitamos tanto para preservar nuestra salud y la de nuestros ecosistemas, como para garantizar el desarrollo científico y del conocimiento. Debemos cuidar especialmente los cielos de los observatorios astronómicos, nuestras ventanas al universo. Y tampoco podemos olvidar que el cielo es un recurso turístico que puede convertirse en motor de desarrollo sostenible en zonas rurales.

La declaración en 2010 del cielo oscuro como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO pone de manifiesto la relevancia de este recurso, a menudo olvidado porque estamos acostumbrados a su silencioso acompañamiento en nuestro día a día. Así, el derecho a un cielo nocturno no contaminado debe convertirse en objetivo común, por nosotros y por quienes vendrán.

Fuente: Ciencia para llevar

miércoles, 20 de enero de 2021

Transparencia de datos: ¿cómo se cuentan las muertes por Covid-19?


Casi desde el inicio de la pandemia de COVID-19 ha sido recurrente la discusión acerca del número de defunciones causadas por esta enfermedad. En este mismo marco, otro aspecto discutido es si la cantidad de personas fallecidas representa o no un exceso de mortalidad. En ese dudar se encarama una duda sobre la transparencia de datos.

El debate es inevitable porque no suele considerarse cómo se obtiene la información, ni su diferente finalidad y, desde luego, no se inquiere sobre el proceso requerido ni los sistemas utilizados. La investigación a cargo del especialista Óscar Zurriaga del Dpto. de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universitat de València, revisa las elecciones internacionales en términos de conteo.

Un sistema es la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica (RENAVE), gestionada en España por los servicios de salud autonómicos y el Centro Nacional de Epidemiología (CNE) y del que se nutre el Ministerio de Sanidad, se dirige a la actuación inmediata. Por ello, trabaja con información muy cercana al momento del evento, y mejora su calidad posteriormente. Necesita, en un primer momento, identificar a todos los fallecidos posibles por la enfermedad (es decir, trata de ser un sistema con gran “sensibilidad”). Posteriormente busca incrementar su especificidad (tratando de identificar a aquellos que, de acuerdo con la información disponible, han fallecido realmente a causa de la enfermedad).

Por ello, los sistemas de vigilancia han habilitado procesos para contrastar los casos de personas consideradas como casos de COVID-19 que hubieran fallecido y buscan información complementaria, a través de la consulta de las historias clínicas o mecanismos similares, para poder confirmar el fallecimiento y atribuirlo o no a la enfermedad.

Es aquí en donde se debate el tema de los índices. Porque a veces la información ha sido, o es, escasa o inexistente. Esto dificulta poder asignar el fallecimiento a la enfermedad. No es lo mismo morir “con” COVID-19 que morir “por” coronavirus. Y se pueden dar las dos circunstancias, máxime en una enfermedad con mayor afectación en personas vulnerables que, previamente a padecerla, ya tenían una mayor probabilidad de fallecer que otras personas.

Mortalidad real

Para la COVID-19, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó la “Guía para la codificación de la COVID-19 como causa de muerte”. En ella se establecían dos códigos “de emergencia”: el “U07.1 COVID-19, virus identificado”, que se asigna al diagnóstico confirmado mediante prueba de laboratorio, y el “U07.2 COVID-19, virus no identificado” asignado cuando existe diagnóstico clínico o epidemiológico pero la confirmación de laboratorio no es concluyente o no está disponible.

Es importante esta distinción, ya que en el caso del código U07.2, existe una probabilidad no desdeñable de que pueda incluir fallecimientos que se hubieran producido igualmente sin la existencia de la COVID, o incluya casos incluso con pruebas de laboratorio con resultado negativo y clínica inespecífica. Esto puede originar una sobreestimación de fallecimientos atribuidos a esta causa.

Con ello, se realizan dos análisis: la estimación del número de defunciones semanales durante el brote de COVID-19 (estadística experimental) que, básicamente, provienen de los registros civiles, sin distinguir causas. Y las causas de muerte que han ido siendo codificadas, y de las que se han publicado recientemente las acaecidas durante los primeros meses de la pandemia (enero 2020-mayo 2020).

Hay, entonces, diferentes fuentes que pueden utilizarse. Lo que se observa es que el año 2020, es el que más fallecimientos presenta en el siglo XXI. Las defunciones por enfermedades infecciosas han aumentado en 2020 un 1.687,7 % con respecto al mismo periodo del año anterior y, dentro de ese grupo, las codificadas con U07.1 representan el 67,5 %, con una tasa de mortalidad de 68,8 por 100.000 habitantes.

Se están resaltando las diferencias sin ver las coincidencias. Entre ellas hay que destacar que un volumen importante de casos ha sido identificado por todos los sistemas, trabajando con una fortísima presión y escasos recursos. Y que cuando se han producido discrepancias, estas han sido en ambos sentidos, ya que también hay casos identificados que no tienen asignado en el CMD/BED un código U07.1, y a veces tampoco ni U07.2, y nadie se plantea dejar de considerarlos casos de personas fallecidas “por” COVID-19.

Con datos de fin de año ya relevados, la agencia EFE ponía en el tapete el debate en torno a los balances en España donde el Gobierno mantenía la cifra acumulada por debajo de 50.000 mientras otros esgrimen también datos oficiales para hablar de más de 70.000.

Cada número es una persona

¿Cuándo se anota una muerte en esta estadística oficial? Hasta noviembre -indica el cable de EFE- se hacía cuando el fallecido había perdido la vida después de un diagnóstico positivo de coronavirus confirmado mediante PCR. Eso podía incluir a personas que daban positivo en covid aunque murieran por otra causa y excluía a quienes fallecían de coronavirus pero no se había comprobado con un test.

El Gobierno español era consciente del problema, pero en los primeros meses de pandemia ese recuento se ajustaba a los protocolos del Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC), que, a su vez, se regían por directrices de la Organización Mundial de la Salud (OMS): La persona que da diagnóstico positivo por COVID-19 y muere es computada como fallecida por coronavirus.

Debates similares se dieron en Italia. Allí el número de muertos por coronavirus es probablemente mucho más alto de lo informado, dijo aseguró la oficina de estadísticas ISTAT en un análisis que apunta a miles de decesos que no se han atribuido oficialmente al COVID-19. En su segundo informe sobre el impacto de la epidemia en la tasa de mortalidad de Italia, ISTAT dijo que desde febrero hasta fines de año hubo casi 84.000 muertes más en comparación con el promedio de los cinco años anteriores. De este “exceso de muertes”, 57.647 -o el 69%- fueron registradas oficialmente por el Ministerio de Salud y la Unidad de Protección Civil como atribuidas al nuevo coronavirus. El informe del ISTAT, elaborado junto al Instituto Nacional de Salud, dijo que no es posible concluir que el exceso de mortalidad sea enteramente resultado del COVID-19, debido a problemas metodológicos y dificultades para determinar la causa precisa de los decesos.

Gran Bretaña ocupó el puesto 27 entre 100 países en un nuevo Índice de Transparencia de Datos Covid de Total Analysis, una plataforma de datos con sede en Londres, detrás de Estados Unidos, Dinamarca y España. Un dato que se produce pocos días después de que el gobierno británico admitiera que no podía proporcionar de inmediato un número de cuántas personas se habían vacunado contra el coronavirus, aunque luego publicó cifras provisionales que muestran que 137. 897 personas recibieron su primera dosis.

En junio la OMS cambió su criterio y aconsejó contabilizar también a aquellos fallecidos de los que se sospechara de forma certera que el coronavirus había contribuido a su muerte sin otra enfermedad que la explicara, aunque no hubiera confirmación con una prueba de laboratorio.

Cambiar de golpe el sistema de cómputo habría distorsionado tanto el seguimiento estadístico de la pandemia como las comparaciones entre evolución y la de países entre sí. Finalmente, el 4 de noviembre, se corrigió el método de recuento y, en consonancia con los nuevos criterios, se actualizaron las bases de datos.

La evaluación de Total Analysis surge de la recopilación de datos de más de 200 países desde el inicio de la pandemia, que luego compara con los promedios regionales y globales para ayudar a evaluar la credibilidad de los datos, la premisa de la evaluación es que cuanto menor sea la calificación de un país, mayor será el margen de subregistro de los casos positivos de coronavirus.

El índice se compone de más de 40 variables en cuatro sectores clave: gestión (frecuencia y regularidad de carga, consistencia, coordinación y centralización); transparencia (investigación, política y acción gubernamental, credibilidad y análisis de los datos); uso de datos (acceso a plataformas, presentación, visualización, análisis y dinámica); y por último, cobertura (casos, positividad, fallecidos, recuperados y hospitalizados). En este índice Argentina ocupa el puesto 42, junto a Suiza y Uruguay [Bolivia, puesto 65].

Una transparencia promedio no mide que se oculte información de manera consciente, sino con sumar o no los casos “sospechosos” de COVID-19, Bélgica, el país más transparente de todos según Total Analysis, es el único del mundo que ha decidido sumar estos casos sospechosos a los contagios y muertes confirmados.

Bélgica es hoy el país con más muertos cada 100.000 habitantes del mundo. El costo que asume ese país por su transparencia es un modelo no dispuesto a ser imitado por otros.

Fuente: Infobae

lunes, 18 de enero de 2021

Los nuevos puritanos

En octubre de 2019, la Academia Sueca anunció que le daba el Premio Nobel de Literatura al novelista y dramaturgo austriaco Peter Handke, una figura controvertida a causa de su aparente simpatía, expresada más de una década antes, por el fallecido dictador serbio Slobodan Milošević. La respuesta de los miembros bienpensantes del establishment literario fue el oprobio inmediato.

En una declaración de su presidenta, Jennifer Egan, el pen de Estados Unidos se mostró “atónito” por la noticia y dijo “lamentar profundamente” la elección del comité del Nobel. “Rechazamos la decisión de que un escritor que ha cuestionado persistentemente crímenes de guerra totalmente documentados sea celebrado por su ‘ingenio lingüístico’”, dijo Egan. “En un momento de nacionalismo creciente, liderazgo autocrático y desinformación extendida por todo el mundo, la comunidad literaria merece algo mejor que eso.”

La declaración era notable por su abierto rechazo a la primacía del arte. Las comillas de “ingenio lingüístico”, parte de la cita del Nobel para Handke, de quien John Updike escribió que era el mejor escritor en lengua alemana, parecen cuestionar el propio concepto, mientras que la presunción subyacente es que la bajeza moral del artista es por necesidad inherente a su obra. Al celebrar las novelas y obras teatrales de Handke, la Academia Sueca daba auxilio a los autócratas.

Se une a esta creencia la afirmación de Egan de que el mundo literario “merece algo mejor”, lo que, asumo, quiere decir un laureado que esté firmemente instalado en el lado correcto de la historia. Y si ese ejemplo pasado por alto poseía una identidad marginal a la moda, mejor. (Como era predecible, algunos críticos lamentaron que los dos galardones entregados en 2019 –el otro fue para la polaca Olga Tokarczuk– recayesen en autores europeos.)

Aquí vemos el contorno del nuevo moralismo que oscurece la creación cultural en Estados Unidos, como un gran mapa borgiano que se asienta opresivamente sobre el territorio que dice describir. Sus nociones gemelas –que el arte y el entretenimiento, así como quienes los producen, deberían estar sometidos a tests de pureza de ideología y comportamiento, y que los productos culturales y creadores que se consideran “problemáticos” deberían ser apartados en favor de material más edificante– ascienden, si no es que ya dominan.

El nuevo moralismo iliberal sostiene que debería darse preferencia en los programas educativos, en las páginas de reseñas y en las nominaciones para premios importantes a artistas cuyas opiniones políticas coincidan con las de los árbitros culturales y cuyas identidades se puedan celebrar sin peligro. El uso más elevado de las artes, desde este punto de vista, es consagrar una visión del mundo no tal como es sino como debería ser, en particular en asuntos de diversidad racial y de género y otras apreciadas causas progresistas.

Los libros y las películas de artistas problemáticos –y ser heterosexual, blanco y varón es ser tres veces problemático– en el mejor caso no ayudan y en el peor corrompen. Como me dijo un escritor, si quitas el centro de la frase, desvelas el problema actual de la literatura: “Rechazamos la decisión de que un escritor […] sea celebrado por su ingenio lingüístico.”

Lo intensamente censores que son los nuevos moralistas, lo convencidos que están de su doctrina y lo lejos que se encuentran de una creencia absoluta en la libertad de expresión y la licencia artística quedó claro el verano pasado, en los días próximos al estreno de Érase una vez… en Hollywood. También lo hicieron los límites de lo que su censura puede alcanzar. The New Yorker calificó la película –situada en una fantasía de la Costa Oeste ensombrecida por los crímenes de Manson– de “obscenamente regresiva” y acusó a su director de haber hecho “una película ridículamente blanca, acompañada de una desagradable dosis de resentimiento blanco”. (Los protagonistas, Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, son blancos; el personaje de Pitt es un varón no reconstruido.)

Mientras tanto, la revista Time se dedicaba a contar las líneas de diálogo de cada película de Tarantino para ver cuántas decían las mujeres, y el Guardian declaraba en julio que era “hora de cancelar” al director por completo: no importaba lo buena que fuese su siguiente película. Ocurrió justo lo contrario. Érase una vez tuvo el mejor primer fin de semana de las nueve películas de Tarantino y ha obtenido, con un presupuesto de 90 millones de dólares, casi 371 millones en la taquilla global.

Como Handke, Tarantino es una figura establecida, prácticamente demasiado grande para caer, pero los nuevos moralistas no atienden a eso. Todo el mundo puede ser objetivo legítimo, y pocos escritores o cineastas están en condiciones de despreciar esos ataques. En el invernadero que es la literatura juvenil, autores y blogueros influyentes condenan como problemáticos –y hacen cuanto pueden para sabotear– libros aún no publicados ni terminados, libros que, en algunos casos, ni siquiera han sido leídos.

“Muchos miembros del club de libros juveniles de Twitter se han convertido en policías culturales, controlan a sus pares en múltiples plataformas a la caza de violaciones”, escribió la autora de obras para jóvenes Kat Rosenfield. “El resultado es un batiburrillo donde se amontona y arrastra, se citan tuits y hacen capturas de pantalla, se coordina el voto y se entablan guerras simbólicas.”

En enero de 2019, la escritora debutante Amélie Wen Zhao se encontró sometida a unas críticas tan feroces –en buena medida por hacer de la esclavitud un elemento de su mundo ficcional– que retiró su novela juvenil de fantasía, Blood heir, el primer volumen de una supuesta trilogía para la que había recibido un anticipo de seis cifras. El mes siguiente, otro autor, Kosoko Jackson, retiró su primera novela después de que una turba tuitera la destruyese por presentar a protagonistas “privilegiados” y a un personaje musulmán como villano.

Paradójicamente, Jackson, que es negro y gay, había trabajado como “lector de sensibilidad” para editoriales, evaluando manuscritos en busca de ese contenido políticamente incorrecto, y en Twitter, como Zhao, había combatido en cruentas guerras identitarias. “Era Robespierre”, escribió la columnista Jennifer Senior en el New York Times, “con el cuello en la guillotina”. El cancelador había sido cancelado.

Si no puede encontrarse el fallo en el arte, se encuentra en el artista. Entre 2014 y 2017, el poeta Joseph Massey tuvo una relación mutuamente dependiente y, como ahora admite, insana con la también poeta Kate Colby, que estaba casada. Finalmente, confesó el romance, pidió disculpas al marido de Colby y, según Massey, se reconcilió, o al menos alcanzó un cese de las hostilidades, con la propia Colby.

Hasta que la Wesleyan University Press, la “editorial soñada de Colby”, que había rechazado dos veces su obra, aceptó publicar la siguiente colección de poemas de Massey. Entonces ella cortó todo contacto, según el escritor, y se decidió a destruirlo, envenenando el pozo con sus amigos, contactos profesionales y cualquiera que quisiera escuchar.

En enero de 2018, en un post de Facebook, lo llamó “abusador en serie”, y etiquetó a editores y a la Kelly Writers House de la University of Pennsylvania, donde Massey trabajaba a tiempo parcial. También enlazó un sitio web donde una carta anónima acusaba al poeta, con escasez de detalles y pruebas, de ser un “predador”, “con alto riesgo [de] abuso y acoso”, y pidió a los editores y al empleador de Massey –a quienes ya había enviado la carta– que “pusieran fin a su relación con él”.

A medida que circulaba el post de Facebook, otras afirmaciones nebulosas y a menudo inverificables contra Massey –“En una lectura de poemas, me miró como si fuera comida”; “Fue raro conmigo en Instagram”– aparecieron en las redes sociales. Por esa razón, la Kelly Writers House lo despidió, sus editores eliminaron toda mención de sus libros en sus páginas web, amigos cercanos cortaron lazos y la Academia Estadounidense de Poetas borró de su web todas las piezas suyas que almacenaba, su perfil de autor y un ensayo sobre él escrito por la ganadora del Pulitzer Rae Armantrout. Massey se vio obligado a retirar su manuscrito de la Wesleyan University Press. Había sido excomulgado.

En mayo de 2019, escribió “Poema contra la cancelación”, un llamamiento a la irreductible complejidad de las vidas humanas y la esperanza de percibir los “muchos mundos / en el interior”. Aunque su último libro, A new silence, escrito tras un intento de suicidio y una semana en una planta psiquiátrica, es una prueba, como escribió en junio de 2019, “de que mi espíritu no se había extinguido”, dos meses más tarde lanzó una campaña en GoFundMe para reunir dinero. “Odio hacer esto”, escribió, “pero no tengo apoyos. No tengo red y temo no tener un techo en otoño e invierno”. A finales de octubre, había reunido solo unos 4.600 dólares de su objetivo de 6.000.

Para el público, la historia de Massey, como otras de la era Me Too, tomaba la forma de un morality play donde había amplios papeles para la élite sacerdotal y para los seglares de las redes sociales: de ahí el amplio atractivo que ha permitido que la lógica implacable de esos relatos se extienda del entretenimiento masivo a lo que queda de nuestra alta cultura, desde el mundo de las películas de superhéroes al de los pintores impresionistas, desde la literatura juvenil a los dramas de la HBO.

Que el nuevo moralismo de repente parezca estar en todas partes no es un accidente, porque los incentivos económicos de los medios digitales se alinean con los compromisos ideológicos de muchos de quienes lo practican. El New York Times publicó casi 2.500 artículos sobre Juego de tronos mientras duró la serie, diseccionando todo, desde asuntos raciales a su tratamiento de la sexualidad femenina o los paralelismos entre personajes femeninos enloquecidos por el poder y el ascenso de personajes femeninos por todo el mundo.

La revista Vulture de Nueva York publicó casi ochocientos artículos así, según el análisis que hizo para The Outline James Yeh. Igual que en los últimos años Hollywood ha pasado de “cazar al espectador a perseguir fans”, como escribió Kyle Paoletta en un ensayo de The Baffler sobre el comienzo de la “prensa fandom”, los medios han mostrado gran voluntad de “dar contenido de 24 horas a fans de estas franquicias”.

Comprométete a llevar contenidos de 24 horas en cada aspecto de la cultura pop, y al final caerás en los ángulos de la justicia social y la indignación moral. Añade a eso un conjunto de escritores formados para pensar en términos de relaciones de poder, opresión racial y jerarquía de las víctimas y resulta imposible no entrar, como hizo el Times en 2017, en el “debate del blanqueamiento” en torno a la elección de un actor blanco en vez de asiático para interpretar al superhéroe blanco Iron Fist en la serie epónima de la Marvel. La prensa, en otras palabras, tiene un incentivo económico para informarnos de cada pecado cultural, y existe un público que está ansioso por extender la noticia y avergonzar a los pecadores.

Los criterios morales o ideológicos para juzgar las virtudes de las obras de arte se han utilizado mucho en el pasado, por supuesto. Joseph Pulitzer decretó que el primer premio de ficción que lleva su nombre se entregara a “la novela estadounidense publicada ese año que mejor presente la atmósfera completa de la vida estadounidense, y el más elevado estándar de maneras y virilidad estadounidenses”.

Nicholas Murray Butler, presidente de Columbia University y por tanto supervisor del comité asesor del Pulitzer, al que el jurado debe someter su recomendación, cambió la “atmósfera completa” por “atmósfera íntegra”, una corrección “sin importancia” en sus palabras, que explica que una obra prácticamente olvidada como Laughing boy de Oliver La Farge se impusiera a novelas de Hemingway, Faulkner y Wolfe en 1930, el año anterior a que la palabra “íntegra” se eliminara para siempre.

Después, durante décadas, alguna combinación de falta de gusto y condescendencia moral por parte de los jurados del Pulitzer hacia el público lector se encargó de que libros como Lo que el viento se llevó, ganador del premio de ficción de 1937, venciera a obras maestras como ¡Absalón, Absalón!, y de que en las infrecuentes ocasiones en que un libro de primera fila era escogido por los jueces, como ocurrió de forma unánime con El arcoíris de la gravedad en 1974, el consejo asesor se impusiera sobre ellos y no le concediera ningún premio.

Buena parte de lo anterior viene de un cáustico ensayo del difunto novelista William H. Gass, que estuvo en muchos jurados de premios, titulado “Prizes, surprises and consolation prizes”. En 1985, a comienzos de las guerras culturales que hacían explícitos los compromisos ideológicos de tantos artistas, estudiosos, analistas mediáticos y comisarios de museos, Gass distinguía el motivo para conceder honores a libros de segunda y tercera fila.

“Desde el primer año ha quedado claro que nunca han sido los jueces quienes necesitaban que su conciencia estuviera alerta, que su punto de vista moral mejorase o que se fortaleciera su lealtad hacia los valores estadounidenses, sino los Muchos ‘ahí fuera’ que podían utilizar una elevación así”, escribió. “Por tanto, un libro que ganaba un premio no representaba necesariamente los gustos privados de los miembros del jurado; más bien representaba su opinión de que sería bueno para quienes lo leyeran.”

Esta tendencia sermoneadora está muy arraigada en la vida pública estadounidense, y tanto progresistas como conservadores se entregan a ella. Es en los Estados Unidos de Trump, sin embargo, donde la izquierda ha adoptado este lenguaje como propio. Es un ejército que, tras conquistar una cima, de pronto toma las armas del enemigo en retirada y las usa contra sí mismo: los progresistas modernos, antes orgullosamente antimoralistas y aspirantes a una despreocupación europea. Así, descubre sus capacidades innatas para la indignación moral, la censura y la prohibición. La expresión artística –en toda su belleza, complejidad, ambigüedad y “capacidad negativa”– paga el precio.

En El canon occidental, otra granada lanzada en las guerras culturales de final del siglo XX, Harold Bloom acuñó el término “Escuela del resentimiento” para describir a aquellos activistas y críticos con poca sensibilidad artística y literaria que convirtieron los análisis basados en la raza, la clase y el género en algo esencial para decidir qué obras santificar y cuáles aborrecer. “Leer al servicio de una ideología cualquiera es, creo, no leer en absoluto”, escribió.

Bloom fue la voz auténtica de un crítico literario que puso el valor estético por encima de todo, la voz de un judío del Bronx que hablaba yidish y que a los diez años se enamoró de la poesía eufórica de Hart Crane, la voz de alguien que, como profesor de Yale, trató el encuentro entre el lector y el libro como Plotino trató la búsqueda mística de Dios: es un viaje desde la soledad hacia la soledad. Bloom tenía la esperanza de que el moralismo se redujera tarde o temprano, y en buena medida se redujo durante los años de George W. Bush, aunque en realidad solo estaba aguardando su momento, recuperando fuerzas, y cuando la muerte silenció definitivamente la voz de Bloom, el 14 de octubre de 2019, sus detractores en los medios, que consideraban que ejercía una influencia malsana en el público lector, se abalanzaron sobre él.

Su obituario en el New York Times aseguraba que los escritores favoritos de Bloom eran uniformemente “hombres blancos”, ignorando la presencia de Emily Dickinson, Virginia Woolf y otras mujeres en su canon personal. The Economist afirmó que, de los veintiséis escritores que Bloom analiza en profundidad en El canon occidental, solo tres eran mujeres, obviando, en un intento desesperado por culparle de no haber impuesto una cuota en su lectura de los clásicos, a George Eliot, a la que seguramente la revista confundió con un hombre.

También había que negar la imponente erudición de Bloom, ya que había sido de escasa utilidad política. En Twitter, el novelista David Burr Gerard (que en su cuenta tiene perlas como “el capitalismo contemporáneo es una ideología terrorista”) cuestionó que alguien fuera capaz de “encontrar un fragmento de Harold Bloom que demuestre que leyó un solo libro”. Con la aparición de las redes sociales y la expansión del activismo woke o concienciado, han aumentado inconmensurablemente los miembros de la Escuela del Resentimiento.

Una parte considerable de lo que se considera hoy crítica cultural basa su autoridad en la aceptación, compartida ampliamente por el crítico y su público, de una nueva atmósfera moral bajo la que los libros, la música, las películas y las series de televisión deben juzgarse, o lo que el Guardian, en un artículo sobre los nominados al premio Booker 2019 el pasado otoño, denominó “el trasfondo político y su necesario impacto en la decisión de los jueces”.

El nuevo especial de comedia de Dave Chapelle en Netflix debía evitarse porque “elige ignorar descaradamente [...] las duras y claras críticas que recibe desde la comunidad trans” (Vice). Renoir debería cancelarse porque era un paradigmático “artista hombre y sexista” y obviamente “obtenía un placer presuntuoso y baboso al mirar a mujeres desnudas, que en sus cuadros eran de un blanco cremoso o café, a menudo con toques de frambuesa, e idealmente rubias” (The New Yorker).

El fallecido David Foster Wallace debía eliminarse del temario de una clase en Yale que cubría “La historia de la novela estadounidense desde 1945” porque supuestamente maltrató a su exnovia, la escritora Mary Karr, y debía sustituirse por la dibujante de cómics lesbiana Alison Bechdel, que dio su nombre a una prueba ahora ampliamente extendida para evaluar las películas según el tipo de diálogo que mantengan sus personajes femeninos.

Si al igual que la droga de las calles, la ideología en estas críticas no es totalmente pura y contiene trazas de juicio estético genuino, se tiende sin embargo a eliminar esos aditivos superfluos para garantizar el chute más fuerte posible. Como los opiáceos, una dosis suficiente de ideología destruye no solo el deseo sino también la capacidad de pensar. Si antes había una diversidad de opinión, ahora hay una uniformidad obligatoria; se publica una circular y el relato empieza a tomar forma entre los creadores de opinión y rápidamente se calcifica.

Casi no era necesario leer la lista preliminar de los mejores libros del año pasado para saber que el Premio Booker iría para Los testamentos, de Margaret Atwood, una secuela de El cuento de la criada que describe la vida de las mujeres en una teocracia totalitaria que los críticos insisten en señalar que está a la vuelta de la esquina en Estados Unidos, o para Girl, woman, other, de Bernardine Evaristo, que cuenta las historias entrelazadas de doce mujeres negras británicas, con una dosis esperable de conciencia racial, confusión de género y anticolonialismo. En un giro inesperado y contrario a las reglas del Booker, el premio fue para ambos.

Tras superar la rebelión romántica, el esteticismo del “arte por el arte” y los excesos de la vanguardia contestataria (¿recuerdan Cristo del pis?), las élites culturales –y con ellas, una porción nada desdeñable de la masa– están tratando de nuevo el arte como una herramienta para la formación moral, una especie de catecismo de justicia social, solo que hoy, en vez de virtudes clásicas y ética cristiana, tenemos la pirámide invertida de la jerarquía de las víctimas; en lugar de piedad real, tenemos la piedad vacía de la exhibición de la propia virtud o la exhibición moral; en vez de libertad de expresión tenemos una policía gramatical.

Las revoluciones suelen aspirar a construir sustitutos iguales o contrarios a las instituciones e ídolos que están derrocando; lo mismo ocurre en la reevaluación de los valores de esta nouvelle vague progresista. Y es vaga.“Cree en algo”, dice el anuncio de Nike con el quarterback de la NFL Colin Kaepernick, “incluso si eso significa sacrificarlo todo”, a lo que, después de ver cómo Nike se ha postrado ante Pekín, podríamos añadir “siempre y cuando no sea dinero”. La superioridad moral coactiva se ha convertido en el modo preponderante. “Ser woke es una parodia de ser un renacido”, escribió P. J. O’Rourke en Spectator usa el otoño pasado: “en vez de aceptar a Jesús, gente como Jesús (‘privilegiados’, padres con buenos contactos) tiene que aceptarte a ti”.

Incluso cuando no existe nada que objetar en la vida de un artista o en su trabajo, su raza o sexo pueden servir para descalificarlo. Lucy Ellmann fue otra de las mujeres seleccionadas en la lista preliminar del Booker en 2019; cuando le pidieron en una charla que respondiera a quienes criticaban la longitud de su novela Ducks, Newburyport, un monólogo femenino de 1.020 páginas –el moderador opinó amablemente que “la gente no suele quejarse de eso cuando el libro trata de los pensamientos de un hombre”, como si las novelas de mil páginas de hombres en el Año 2019 de Nuestro Señor estuvieran agotadas en las librerías–, Ellman respondió: “Básicamente, creo que es hora de que los hombres se callen.”

El público rio y aplaudió. Si los proponentes y beneficiarios de este nuevo zeitgeist se han dado cuenta del daño que está provocando encajar a todos en, como George Packer ha señalado en The Atlantic, “un nuevo sistema de castas moral que clasifica a la gente por la opresión de su grupo identitario”, no están dando señales para demostrarlo. Lucha y ten éxito fue el título que Gass consideró apropiado para la mayoría de ganadores del Pulitzer del pasado, “ya que eso es lo que predicaron”. Si hubiera que ponerle nombre a la doctrina que hay detrás de la mayoría de los libros alabados hoy, podría ser: Bienaventuradas las víctimas.

¿Qué lección extraemos de estos críticos tan censores? ¿Y de los defensores de un arte tan ideológicamente secuestrado? Son los Nuevos Puritanos, abanderados de una sociedad que puede vivir sin religión pero aparentemente no sin sermones. Sus cruzadas febriles, sobrerreacciones histéricas y sus ganas de crear antagonismos surgen, en parte al menos, de un miedo aparente al contagio moral.

Este miedo es fácil de comprender en el contexto de los puritanos originales. Para los primeros colonizadores en Rhode Island, Massachusetts y Connecticut –según dice un artículo de 1891 de Political Science Quarterly– “los intereses del Estado estaban en peligro por la presencia de anabaptistas, cuáqueros, socinianos y otras sectas”, a pesar de que su desarrollo, como el de otros perseguidores, “provenía de la afirmación del derecho al juicio religioso privado”.

Del mismo modo que los puritanos condenaban a otros creyentes que se aprovechaban de las mismas libertades que habían ejercido ellos, los Nuevos Puritanos, tras haber derrotado a los conservadores culturales que intentaron callar a gente como Robert Mapplethorpe, se sintieron cómodos abandonando los principios que antes defendían, como la libertad de expresión. Han decretado que el arte y los artistas deben servir a la causa –deben ayudar a golpear al patriarcado o derrumbar la supremacía blanca o descolonizar la academia– o convertirse en enemigos del pueblo. Para los que no se tragan esta zanahoria, está la opción del palo.

“Para los que profesaban doctrinas o adoptaban formas de culto que no seguían la Palabra de Dios tal y como la habían interpretado Calvino y sus discípulos”, sigue el artículo, “se consideraba que era el deber imperativo del Estado acabar con ellos porque eran fuentes de contagio moral infinitamente más peligrosas que una enfermedad física”. No es muy difícil pensar en un futuro Departamento de Educación de Estados Unidos que pida a las universidades, al estilo de la famosa carta de la administración Obama “Querido compañero”, que purguen de su currículo todo material problemático bajo la amenaza de perder financiación federal.

Incluso sin esa incitación, las escuelas públicas en ciudades costeras se están radicalizando. El distrito escolar de Seattle, según la publicación Education Week, ha propuesto introducir estudios étnicos en todas las materias académicas, empezando por preescolar. Esto incluye un plan para “rehumanizar” las matemáticas que, en la práctica, si se aprobara, implicaría centrarse en cuestiones de raza y opresión y en hacer preguntas como: “¿Quién puede decir que una respuesta es correcta?”

En Nueva York, como detalla Packer a través de su experiencia de cuando intentó asegurar una buena educación para su hijo y su hija, una iniciativa del alcalde Bill de Blasio para rediseñar la distribución racial de las escuelas públicas competitivas eliminando barreras de entrada meritocráticas ha abierto la puerta a un currículum revisionista impregnado de ideología victimista. “En vez de enseñar civismo para afrontar las complejas verdades de la democracia americana, ‘el currículum subrayará las enormes contribuciones históricas de grupos no blancos y aspirará a disipar las muchas mentiras y medias verdades de la historia mundial y estadounidense’”, desvela Packer. “Su único objetivo es alcanzar la diversidad.”

En tanto que el progresismo moderno convierte el acto de sacar la pala para desenterrar los huesos de los muertos en un mandato político, los esfuerzos por difamar artistas antaño celebrados y reescribir la historia para los niños en el cole se parecen a la retirada –en nombre de la justicia social– de los retratos de William James y otros pensadores del departamento de psicología de Harvard, y de los retratos de 31 científicos y doctores eminentes, muchos de ellos blancos, de una sala de conferencias del hospital Brigham and Women de Boston. En una sociedad en la que el arte y el entretenimiento se convierten en propaganda, la educación se convierte en lavado de cerebro y adoctrinamiento. A Renoir no se le cancela en un vacío.

Los Nuevos Puritanos no muestran signos de atemperar su fanatismo o de rendirse al debate razonado de sus dogmas arcanos y exigencias punitivas que demandan justicia social. Packer es un progresista comprometido que “se arrepentía [de sacar a su hija] del sistema público de colegios”, cuya familia está obsesionada con Hamilton –tanto que su hija tuvo un “shock y se sintió muy decepcionada” cuando descubrió que los verdaderos Padres Fundadores eran blancos– y cuyos hijos “lloraron desconsoladamente” cuando Trump fue elegido.

Sin embargo, Packer admite estar frustrado con la pseudorreligión de la izquierda autoritaria, una religión que se salta la salvación y va directamente a la inquisición. “A veces el nuevo progresismo, a pesar de estar a la última, tiene un tufillo a siglo XVII”, escribe, “con cazas de herejes y denuncias de pecados y demostraciones de automortificación. La atmósfera de contrición mental en ambientes progresistas, la autocensura y el miedo a las deshonras públicas, la intolerancia ante el disenso, son cualidades de una política iliberal”. Qué rápido un tufillo se convierte en un hedor.

Fuente: Letras Libres

sábado, 16 de enero de 2021

El empleo del mañana se escribe con D de Diversidad… y no solo con R de Robot


La revolución tecnológica está avivando un importante debate social sobre el futuro del empleo. Prevalece la preocupación de que el avance de la inteligencia artificial no deje títere con cabeza y desaparezcan buena parte de los oficios y profesiones.

Es cierto que el desarrollo de los robots es imparable –un fenómeno que se ha intensificado aún más con la covid-19– y ya conviven de forma natural entre nosotros: los transportamos en nuestros bolsillos en forma de móvil, y pueden cobrarnos la compra en el supermercado e incluso conducir por nosotros.

Pero esto no es el Apocalipsis, ni los androides van a dominar el mundo. Hemos de entender que las máquinas no han llegado para sustituirnos, sino para acompañarnos. Porque a pesar de que los procesos se sofistican y emergen increíbles chatbots que simulan emociones, el pensamiento crítico, la conciencia o la empatía son todavía imposibles de reproducir por la tecnología.

«Los prejuicios y la discriminación no tienen cabida en un mundo en el que todas las personas tienen un talento único»

Para entendernos: ¿a quién preferimos presentar una queja, a un asesor telefónico o a un robot? ¿A quién elegiríamos para atendernos, a un enfermero o a un ente automatizado? En plena transformación tecnológica son, paradójicamente, las soft skills las que marcan la diferencia. Hoy valoramos más que nunca lo humano, los valores y actitudes de las personas como garantes para establecer conexiones más íntimas y auténticas con el entorno que nos rodea.

Por eso, el futuro del empleo no se escribe únicamente con r de robot, sino con d de diversidad. Hace poco, desde la Fundación Adecco presentábamos una guía que recogía las veinte competencias que van a regir el mundo del empleo del nuevo siglo: curiosidad, creatividad, aprendizaje, adaptación, espíritu colaborativo, iniciativa, resiliencia, tolerancia al estrés, comunicación, planificación, autonomía, lealtad, perseverancia, orientación a resultados, motivación, empatía, liderazgo, humanidad, respeto a la diversidad y competencias digitales. Sin lugar a réplica, no todas estas habilidades son transferibles a un robot y, por otro lado, no existe un solo profesional que las reúna en su misma persona. Por ello necesitamos diversidad para que cada una de las skills tenga representación en los entornos de  trabajo. En este contexto, los prejuicios y la discriminación por razón de sexo, edad o discapacidad no pueden sino extinguirse: no tienen cabida en un mundo en el que todas las personas tienen un talento único, cuya suma con el de otros profesionales da lugar a resultados verdaderamente innovadores y transformadores.

Hoy, la crisis de la covid-19 supone un punto de inflexión para acelerar la diversidad corporativa, eliminando sesgos inconscientes en los procesos de recruiting y desarrollando estrategias y buenas prácticas que reduzcan la desigualdad y la exclusión que hoy se acentúa con la pandemia. Con esta misión nacía el pasado año la alianza #CEOporLaDiversidad, junto a la Fundación CEOE y 61 empresas. Ha llegado el momento de posicionar, de forma definitiva, la diversidad como eje estratégico de competitividad y futuro.

 Fuente: Ethic

martes, 12 de enero de 2021

Viaje a la oficina (inteligente) del futuro


¿Recuerdan cuando, hace poco más de diez años, Steve Jobs fue portada de prácticamente todos los periódicos del mundo mientras sostenía en su mano, sonriente, una pequeña pantalla llena de extraños y coloridos iconos? Ese día, en la presentación del primer iPhone allá por 2007, la mayoría lo vieron como un nuevo invento de carácter lúdico reservado a unos pocos. Un teléfono móvil sin botones, con acceso a internet y a algunas aplicaciones sorprendentes, y poco más. «Un juguete efímero para ricos», como lo tildaron algunos sectores tecnófobos en su momento. Pero ese aparatejo de diseño inmaculado era mucho más que un capricho insustancial. Fue el principio de algo que un poco tenía que ver con la industria del entretenimiento, sí, pero mucho más con la industria del pragmatismo: cambió nuestro futuro laboral y la manera en la que empezaríamos a trabajar. Fue el primer paso a otra revolución industrial. Aunque nos harían falta unos cuantos años más para asimilarlo, ese hito ya estaba ahí mucho antes de que nos diéramos cuenta. Concretamente, cuando la mayoría no supimos leer el subtexto de aquella sonrisa triunfal de Steve Jobs.

Dejemos a un lado el frenesí tecnológico de los últimos diez años y pensémoslo por un momento: si alguien nos hubiera dicho a principios de este siglo que en la palma de nuestra mano tendríamos la predicción del tiempo casi al segundo, los correos electrónicos de los clientes, el informe de resultados del último ejercicio, las presentaciones de esa reunión a la que no pudimos asistir, el camino más rápido para ir de un punto A hasta un punto B sin pillar atasco, las fotos de la última campaña de marketing de la cuenta más importante de nuestra cartera de clientes, el diagnóstico detallado de un paciente, una carta de despido… Le hubiéramos tomado por loco. Hoy, lo asumimos con total normalidad cuando desbloqueamos el teléfono.

Esto no va ya de Apple, sino de dispositivos al alcance de todos, y que cada vez realizan más tareas por nosotros. Hasta hace no mucho decíamos la caja tonta para referirnos a la tele. Ahora, nos planteamos si no somos nosotros cada vez más tontos y la tecnología cada vez más lista, porque así es como la inteligencia artificial (IA) entró en nuestras vidas sin que nos diésemos cuenta.

Rocío Díez: «La IA ya está en nuestra vida cotidiana, seguimos trabajando en oficinas tontas»

«Vivimos tiempos líquidos», repetía el filósofo Zygmunt Bauman cuando hablaba de modernidad. Se refería a entornos sociales, económicos y profesionales en los que impera la transitoriedad y resulta una pérdida de tiempo prever escenarios –y mucho menos anticipar una tendencia– sin errar el tiro. Y, al mismo tiempo, nos convertimos en protagonistas involuntarios de esas películas de ciencia ficción que tanto nos marcaron en el pasado, y que nunca imaginamos que dejarían de ser ficción en el presente. Un ejemplo: imagine que tiene que plantear, junto a su equipo, una serie de propuestas para un proyecto importantísimo que le ha pedido un cliente. Imagine que ese encuentro tiene lugar en la sala de reuniones de su oficina y que esa estancia lee su cerebro, que sabe qué música quiere escuchar y se la pone nada más traspasar el umbral de la puerta en función de su estado de ánimo, que le planta en una pantalla el resumen de la última reunión y en otra el orden del día para hoy, que regula la tonalidad e intensidad de las luces para incitar a la máxima creatividad, y que, si detecta que su equipo entra en un claro decaimiento del fragoroso brainstorming les propone, de viva voz, que tomen un descanso y se relajen. La supercomputadora HAL 9000, de la nave de la película 2001: Odisea en el espacio, hacía algo parecido… pero se rodó a finales de los sesenta. Su director, Stanley Kubrick, jamás imaginó que pudiera llegar a ser algo real, ni mucho menos que estuviera aplicado a algo tan rutinario como una jornada laboral.

Esa «sala inteligente», como la denominan en Steelcase –una empresa dedicada a diseñar espacios de trabajo fundamentados en criterios científicos–, puede ser parte de nuestra normalidad mucho antes de lo que pensamos. La inteligencia artificial hace tiempo que empezó a inmiscuirse en nuestra vida, y ahora se expande a nuestro entorno laboral. «Los espacios de trabajo son tontos», dice Rocío Díez, portavoz de Steelcase. «La tecnología ya está en muchos de nuestros entornos cotidianos: sabemos lo que es la domótica en el hogar, usamos relojes inteligentes, conducimos coches que frenan solos ante una emergencia… Pero cuando llegamos a nuestra o cina, en muchos casos, nos conformamos con una mesa, una silla, un ordenador viejo y poco más».

A cualquiera se le viene a la cabeza el oficinista umbrío y grisáceo, estabulado en un cubículo de pladur bajo una luz de neón impenitente. Es una imagen atávica pero, todavía hoy, rabiosamente actual. Y eso contrasta con lo que veremos en breve. «Oficinas diáfanas bien diseñadas y llenas de sensores, y salas de trabajo inteligentes que son un miembro más del equipo», dice Díez.

Bailando con Excel

Las tareas menos especializadas serán suplidas antes de lo que pensamos, y no por otras personas más cualificadas, sino por la propia oficina, en su sentido físico. La experta cree que el cambio más notable será que se difuminarán las líneas entre la tecnología y el entorno. «Gracias a sensores inteligentes y software de reconocimiento de voz, el espacio de trabajo se ocupará de la mayor parte de las labores administrativas diarias, como transcribir actas de reuniones, programar las conferencias y responder a correos electrónicos rutinarios comportándose, en definitiva, como un obediente colega», continúa.

Vivimos en un océano de datos en el que las empresas recogen más información que nunca. De hecho, su gestión se ha convertido en uno de los mayores activos actuales. Y justo ahí es donde va a intervenir la IA. «Vas a pasar de ver las tablas de Excel, a interactuar con ellas a través de realidad virtual. Vas a poder mover los números, estarás integrado dentro de los datos. La información ya no serán cifras, sino información trabajada. Las tablas dinámicas ya existen, solo falta integrarlas con realidad virtual», apunta Díez. Ella cree que se van a implantar redes de información inteligente apoyadas en la traducción simultánea, concentrada en un chip con el que podremos comunicarnos con todos los equipos a nivel internacional y entender todos los idiomas. «Hay conocimiento en todo el mundo: imagina a equipos médicos formados por gente de muchos países para resolver el problema de un paciente concreto», plantea.

Es posible que eso suceda antes de lo que pensamos. «Los espacios abiertos, diseñados para el bienestar, se adaptarán a los distintos estilos de trabajo y la personalidad de los equipos que los ocupen. La oficina se parecerá más a una persona que nos guiará a través de nuestro mejor yo o, al menos, de nuestro mejor yo trabajador», apuntala la experta.

La oficina del empleo líquido

Cuando hoy nos referimos al concepto trabajador, conviene empezar a desterrar ciertas convicciones. El trabajo líquido, que ya empieza a extenderse, será lo que impere en el futuro: ya no primará el casarse con una empresa, su espacio físico, y su equipo de trabajo. El individuo será reconocido por su(s) talento(s), y participará en diversos proyectos donde se le reclame, con un claro sentido de la ubicuidad.

Los avances tecnológicos aplicados a una oficina son, precisa y paradójicamente, los que permitirán no depender de ella, como la realidad virtual, o incluso los hologramas. De aquí a unos pocos años, este tipo de mecanismos ayudarán a los agentes de la economía gig –que en España denominamos comúnmente «colaborativa»–. Los nuevos innovadores tecnológicos crean startups que son, en realidad, plataformas para el intercambio de conocimientos, objetos o experiencias, y operan así con mínimos costes y sin necesidad de permanecer en un espacio concreto, y se convierten en mediadores de un sector.

La multinacional francesa BNP Paribas ya utiliza hologramas para mantener reuniones a distancia a tiempo real

La realidad virtual es la que potencia esa condición líquida, o lo que es lo mismo, abre la posibilidad de hablar cara a cara con gente que está en otros puntos cardinales del planeta. Los hologramas son el siguiente paso: ya no hará falta que nos pongamos unas gafas de realidad aumentada, sino que la imagen en 3D de nuestro interlocutor aparecerá ante nosotros directamente, igual que Obi-Wan Kenobi se le aparecía a Luke Skywalker a través de R2D2.

No hay que revisionar La guerra de las galaxias para entender de lo que hablamos: su uso empieza a implantarse tímidamente pero con convicción en diferentes sectores, como es el caso del inmobiliario. Por ejemplo, la multinacional francesa BNP Paribas Real Estate los utiliza para mantener reuniones a distancia en tiempo real. Además, hace tiempo que recurre a gafas de realidad aumentada para mostrar sus inmuebles por dentro sin necesidad de desplazarse hasta ellos.

Tecnología y crisis, ¿matrimonio imposible o necesario?

Es inevitable contextualizar todos estos avances en la crisis sanitaria y económica en la que nos encontramos. Muchas empresas van a apretarse el cinturón, y queda por ver si la aplicación de nuevas tecnologías en el ámbito de trabajo, con la inversión que supone, quedará pospuesta o, por el contrario, se producirá una aceleración imprevista. Aunque, según el último estudio de la consultora McKinsey&Company, casi una de cada dos empresas asegura haber ahorrado costes con la implantación de la IA, aún no hay una respuesta clara.

En un encuentro reciente de los principales actores del sector de las TIC, el presidente de Telefónica España comentaba que ha habido procesos y planes de digitalización de empresas «planteados inicialmente a dos y tres años que se han acometido en apenas tres meses». No cabe duda de que la pandemia ha acelerado el teletrabajo y, por extensión, el desarrollo de muchos procesos online que antes se llevaban a cabo de forma presencial. También, gracias a eso, muchas compañías han conseguido mantener su productividad pese al azote coronavírico.

Esto se refleja en la bolsa de trabajo: mientras las cifras de desempleo están disparadas desde el pasado abril, las vacantes de perfiles con conocimientos de inteligencia artificial se han mantenido casi estables. «Se trata del sector no vinculado a la pandemia que menos caída registra en la oferta de empleo. En nuestra plataforma supone un 14% del total, y se posiciona como el segundo sector que registra una mayor demanda en el periodo de covid-19», explica Mónica Pérez Callejo, portavoz de Infojobs.

Sin embargo, el temor a un cambio de paradigma por parte de algunas empresas venía de mucho antes de la covid-19, con un especial estancamiento en nuestro país. «Dinamarca tiene un embajador de tecnología en Silicon Valley, y todo el país se ha migrado a la nube. Emiratos Árabes tiene un ministro para Inteligencia Artificial. En España aún seguimos en el debate eterno, desde hace años, de si los robots van a quitarnos el trabajo», apunta Raquel Roca, autora de Knowmads: los trabajadores del futuro (Editorial Lid).

Sebastián Marín: «En España se legisla, pero no se crea un marco claro y contundente para aplicar el teletrabajo»

Es posible que la semántica de las expresiones grandilocuentes tenga algo que ver con estos temores. «Soy partidario de hablar de transición digital, en lugar de transformación digital para denominar al momento que estamos viviendo industrialmente», opina Alberto España, director del Máster de Industria 4.0 en la Universidad Internacional de Valencia. «No cabe duda de que estamos en una nueva revolución industrial, pero la palabra transformación puede provocar un lógico rechazo debido a que no acaban de entender por qué tienen que entrar en un mundo lleno de tecnologías que desconocen. Transición, sin embargo, es progresar basándose en el uso de tecnologías, pero anteponiendo el conocimiento previamente adquirido. Se toma a las personas como punto de partida y a la mejora continua como objetivo», concluye.

Sea cual sea la palabra que se emplee para definirlo, ambas se refieren a un proceso que requiere tiempo, justo lo que nos está arrebatando la pandemia. Sin embargo, la aplicación de las tecnologías en el ámbito laboral no es una rémora: puede ayudarnos a salir de la crisis. «No es que vaya a faltar trabajo, sino gente preparada. La novedad es que ahora hace falta que existan esos profesionales para antes de ayer», advierte Marta García Aller, autora de Lo imprevisible (Planeta). «Los países con mayores tasas de robotización son también los que menos desempleo tienen, y los más resilientes a esta crisis, según las previsiones de los organismos internacionales. Es absurdo agitar en España el miedo a la inteligencia artificial cuando el miedo debería ser a la falta de inversión en ciencia y en tecnología, y en preparación para la robotización. No se entiende que tengamos un 44% de tasa de desempleo juvenil. Es por una falta de adecuación en este país a cómo se forma a la gente, y lo que el mundo necesita», explica.

En este sentido, Sebastián Martín, socio fundador de la consultora Keypeople, y director de RR. HH. de Entradas.com y We Are Knitters, también apunta a un déficit de preparación y apunta a los poderes públicos. «Nos enfrentamos a una situación parecida a la que hemos vivido en los últimos 20 años con el inglés. Seguimos estando por debajo de la media europea. En España se legisla, pero no se crea un marco claro y contundente para aplicar un teletrabajo en el que, por ejemplo, se pueda integrar la realidad virtual. El valor de la tecnología ha quedado demostrado cuando tantas empresas han sido capaces de continuar con su actividad de una manera medianamente normal en este escenario de crisis e improvisación, lo que indica que se puede». Y remata: «Imagina un cambio de paradigma mucho más meditado, con más tiempo, en el que se pudieran incluir la IA, la realidad virtual, y la ubicuidad sin darle esa importancia sacra al espacio físico de trabajo. Eso es justo a lo que tenemos que aspirar».

Imagen: Brujula Digital

Fuente: Ethic