A buen recaudo, entre cuatro paredes óseas, se mantiene vigilante el cerebro. Dentro del cráneo permanece protegido mientras funciona a pleno –y constante– rendimiento, oculto de las miradas humanas y también de los ojos de la ciencia: a pesar de sus innumerables esfuerzos por desentrañar sus secretos, aún no conocemos por completo el funcionamiento del órgano en el que reside gran parte de aquello que entendemos como humano. «El cerebro es el último secreto de la medicina, la única parte del cuerpo que aún no entendemos», explica Rafael Yuste, ideólogo del Proyecto BRAIN y catedrático en la Universidad de Columbia. El proyecto, aprobado en Estados Unidos durante la administración Obama, busca producir la tecnología necesaria para poder estudiar de forma definitiva el cerebro humano. Es el último paso antes de arrojar luz sobre este órgano clave. El proyecto, que ya se halla en su ecuador, promete dar pie a tres nuevas vías para hacerlo. «Se podrá entender cómo funciona el cerebro, descifrar los problemas de las enfermedades mentales y neurológicas y, por último, utilizar estas nuevas herramientas para descubrir un nuevo campo en la economía», señala el científico español. Yuste, sin embargo, es completamente preciso en sus expectativas. «Esto va a representar un cambio a mejor y una revolución para la especie humana, porque nosotros nos definimos por nuestras habilidades mentales y cognitivas, pero en realidad no sabemos de lo que estamos hablando exactamente. Solo entonces podremos conseguir entendernos por dentro por primera vez».
Con más de 100.000 millones de neuronas, el número de conexiones eléctricas situadas en el interior de un solo cerebro es superior al de todo el internet del planeta. Es de este complejo cóctel neuronal, aparentemente infinito, del que surgen no solo las ideas, las sensaciones, los sentidos o los sentimientos, sino la propia mente en su sentido más abstracto. Es por ello que se han ido impulsando proyectos como BRAIN, a modo de réplicas, en todos los rincones del planeta, ya que el mapeado total de esta actividad cerebral puede revelar algunos de los rincones más ocultos de la naturaleza humana. Esta es la causa de que Rafael Yuste afirme que «es difícil pensar en cualquier actividad que hagan los humanos que no termine viéndose afectada». El proyecto no es, sin embargo, producto de una simple curiosidad científica: además de sus aplicaciones médicas, se espera que los avances neurotecnológicos repercutan en la economía de manera similar a la que lo hizo el descubrimiento completo del genoma humano, que multiplicó la economía norteamericana en unos números sumamente favorables.
El futuro, a pesar de todas las promesas, puede resultar tan esperanzador como inquietante. Los descubrimientos en neurotecnología abren las puertas a una intromisión especialmente íntima: la de la lectura y manipulación directa de los pensamientos. «Esto ya lo hacemos en ratones, con los que estudiamos cómo disparan las neuronas de la corteza visual para poder saber lo que el ratón ha visto. No solo eso, sino que también podemos activar neuronas e introducir imágenes que el animal no ha visto, como si fuesen alucinaciones. El ratón, en estos casos, se comporta como si las hubiese visto. Si podemos hacer esto en animales de laboratorio, también seremos capaces de hacerlo en seres humanos», señala Yuste, que también hace referencia a los experimentos llevados a cabo en la Universidad de Berkeley. «Con su metodología, y desde hace ya diez años, están empezando a descifrar de manera cada vez más precisa lo que la gente tiene en mente cuando te piden que pienses en una imagen». Estas preocupaciones coinciden con las expresadas por José Ignacio Murillo, profesor de filosofía de la ciencia en la Universidad de Navarra. «Lo que llamamos privacidad es una expresión de la intimidad sin la cual la libertad y la comunicación verdaderamente humana se vuelven imposibles, pero siempre habrá quienes sospechen de la privacidad y la intimidad porque la entienden como un reducto sospechoso e inaccesible al control social. En este sentido, uno de los problemas más serios de la neurotecnología es la de convertir en accesibles y, por tanto, manipulables, más ámbitos de nuestra vida», afirma.
Son precisamente los artífices de esta clase de experimentos los que más preocupación muestran al respecto. Hasta veinticinco científicos que representan la totalidad de las investigaciones sobre el cerebro en el mundo –entre los que se incluye el propio Rafael Yuste, según Nature uno de los investigadores más influyentes del mundo–, abogan en la actualidad por comenzar a aprobar una serie de nuevos derechos humanos que ellos han calificado, al menos provisionalmente, como neuroderechos: la privacidad mental, la identidad personal, el libre albedrío, el acceso equitativo y la no discriminación. En la actualidad, de hecho, no hay ninguna ley que regule esta clase de tecnologías que se encuentran aún en desarrollo, lo que lleva a muchos a advertir de la habitual lentitud mostrada por la política en relación a esta clase de innovaciones. «La Declaración Universal de Derechos Humanos es el único documento que tenemos en el mundo que define qué es un ser humano mejor que cualquier otro papel. Nosotros pensamos que lo que necesitamos es redefinir hacia el futuro qué especie queremos ser, y creemos que esto se puede conseguir a través de los Derechos Humanos como vehículo». Es posible que Chile, en su futura Constitución, termine siendo el pionero que buscan este grupo de investigadores pero, mientras tanto, continúa siendo un terreno virgen. Parte de la definición de lo que es ser humano, sin embargo, es ya más compleja de lo que puede parecer. Tal como afirma Murillo, «si algo falta en nuestras sociedades es una concepción compartida del ser humano». Así, la neurotecnología parece ofrecernos, involuntariamente, la posibilidad de definirnos.
En primera persona
A priori, Kevin Warwick puede resultar semejante a cualquier otro profesor universitario. Sin embargo, no solo enseña cibernética en la Universidad de Coventry, en Reino Unido: Warwick es uno de los primeros cíborgs de la historia de la humanidad, es decir, combina en su cuerpo la materia viva biológica con una serie de dispositivos electrónicos que descansan en su interior. «Considero que, en primer lugar, mis experimentos [realizados en 1998 y 2002] son productos de una curiosidad y un entusiasmo científicos. Quería probar que hacer algo así era posible. Cuando era joven me encantaba The Terminal Man, el libro de Michael Crichton, así que supongo que la ciencia-ficción también me influyó en este sentido», explica.
Sus experimentos –denominados en su totalidad como Proyecto Cíborg– empiezan en 1998 con el implante de un pequeño chip en el antebrazo que le permitía, sin mover un dedo, abrir puertas, apagar o encender las luces y, en definitiva, manipular múltiples aparatos electrónicos. Además, este mismo chip ahora anticuado podría también transportar información de todo tipo respecto a su portador: grupo sanguíneo, historial médico o incluso datos bancarios. El segundo experimento, realizado en el año 2002, consistió en el implante de una matriz de cien electrodos en las fibras del nervio mediano de su brazo izquierdo. Esto le permitió, entre otras cosas, manipular una prótesis robotizada con una distancia extraordinaria: desde Nueva York fue capaz, una vez conectado su sistema nervioso a internet, de manipular un brazo robot situado en la ciudad inglesa de Reading.
Es probablemente su experiencia la razón principal por la que Warwick se muestra tan precavido como entusiasmado. «Hay peligros importantes en relación a la inteligencia artificial, ya que puede causar muchos problemas si termina fuera de control. Sin embargo, también tiene muchas posibilidades: el cerebro humano es limitado en muchos aspectos y no creo que terminemos estancados en estas barreras. Si te fijas, mi segundo experimento demuestra que, mientras tu cerebro puede estar en un lugar, tu cuerpo puede estar en otro, lo que lleva a la posibilidad de traspasarlo a una mano robótica, claro, pero también a un coche o incluso un edificio inteligente. Esto acaba por completo con la limitación de estar encerrados en un cuerpo biológico», cuenta. Evidentemente, esto rompería el molde de la humanidad en su totalidad y reescribiría quiénes somos, qué somos y cómo interactuamos con lo que nos rodea. Cuando implantas algo en el cerebro, afirma, «dejas de ser el mismo individuo». Para Warwick, de hecho, es el cerebro lo único relevante, aquello que contiene la esencia real de lo que significa ser humano, hasta el punto de que «desearía que gastásemos mucho más dinero en mantener el cerebro operativo afuera del cuerpo, de manera que si partes del cuerpo dejan de funcionar el cerebro no lo haga». En una perspectiva más humanista se sitúa Murillo, para quien la identificación de una persona tan solo con su mente es como si «nuestra mente usase nuestro cuerpo como una herramienta para los fines que se propone de manera autónoma, pero somos seres vivos, animales, y pensar y querer no son las únicas actividades vitales que nos definen».
Es en otro sentido, sin embargo, en el que Warwick deja descansar su mayor esperanza. «La tecnología de Neuralink es, en general, bastante buena. Implantes cerebrales como estos nos permitirán, por ejemplo, realizar comunicaciones directamente entre cerebro y cerebro, así como obtener muchas otras habilidades que antes no teníamos. Habrá peligros asociados a esto, claro, como alguien manipulando o hackeando tu cerebro, pero también creo que compensa con lo que uno gana a cambio. Es como el hecho de tener una tarjeta de crédito: ganas un montón de compensaciones, como viajar por todas partes sin necesidad de dinero físico… pero también pierdes privacidad, ya que la gente sabe a dónde fuiste exactamente y lo que has comprado. ¡Tenemos al Gran Hermano, pero a nadie le importa porque se beneficia de ello! Creo que ocurrirá lo mismo en este sentido», concluye.
Neuralink, la ambición cibernética de Elon Musk
Neuralink, la empresa co-fundada por Elon Musk, fue creada en 2016, pero no ha sido hasta hace poco cuando ha captado la atención de adeptos y extraños. Musk, también director general de Tesla Motors, es actualmente una de las personas más ricas del mundo, con una fortuna estimada en unos 44 mil millones de dólares. Su objetivo principal con Neuralink es, según ha declarado en varias ocasiones, conseguir un hito en el universo de la inteligencia artificial: provocar la fusión entre el cerebro humano y los ordenadores. Para ello pretende implantar un chip –una suerte de «cordón» neuronal capaz de compartir información procedente de un sistema informático a nuestro cerebro– en el tejido cerebral para que así, entre otras cosas, puedan medirse de manera directa los niveles hormonales, tratar enfermedades mentales como la depresión, escuchar música directamente en el cerebro y, en clave general, aumentar las capacidades cognitivas e intelectuales de la persona en concreto. Dicho de otra forma, un plan en el que pretende mezclar la inteligencia artificial (un puñado de algoritmos, el software) y la neurotecnología (el hardware).
Esta fusión, por muy excéntrica que pueda llegar a sonar, ya se ha probado en animales. En cuanto a los seres humanos, convertiría en cíborgs —de nuevo, en los términos técnicos más estrictos— a aquellos que se sometiesen a ella. «Musk no tiene tapujos en decirlo: lo que quiere es aumentar las capacidades de la especie humana para que pueda competir con la inteligencia artificial para que no pierda la batalla. Su intención, por tanto, sería implantar inteligencia artificial en los seres humanos», señala Rafael Yuste. Para el científico, esto no es sino un problema esencial de derechos humanos, ya que su consecución alteraría completamente la concepción que tenemos de nuestra propia especie. Warwick, sin embargo, observa esto con cierta resignación, como si este fuera un paso inevitable reservado por el designio histórico. «Siento que este tipo de implantes nos llevarán de ser humanos a ser cíborgs, lo que hará cambiar nuestros estándares éticos y morales por completo. La tecnología, además, dividiría a la sociedad, rompiéndola en dos partes: los humanos aumentados y los humanos ordinarios que, creo, se quedarían atrás», explica. A eso se sumaría, a su vez, la posible unión en una red global en la que, sin remedio, todos estaríamos conectados. Una suerte de noosfera que Warwick compara, en parte, con la situación actual de grandes redes tecnológicas y sociales. «La única diferencia es que ahora mismo el cerebro es una entidad separada de esta red, justo lo contrario de lo que puede llegar a pasar en el futuro», afirma. Murillo, sin embargo, no duda en mostrar sus recelos ante esta suerte de «tecnología invisible», que para él llevaría a la disminución de la percepción de la independencia del entorno que nos rodea, lo que podría otorgar en un primer momento una gran sensación de poder y, sin embargo, también una fuerte sensación del sentido de la realidad posteriormente.
Neuralink es un proyecto cuya celebración no responde al idealismo que, algunos, otorgan exaltados a su co-fundador. Esta propuesta es, esencialmente, la incursión de una compañía privada en un terreno aún inexplorado y, por tanto, no regulado. Su principal atractivo reside precisamente en su atrevimiento: busca, desde agosto, obtener permisos para experimentar ya no en animales, sino en humanos, algo que esperan poder conseguir en poco menos de un año. Esto se suma también a la notoriedad política y social del propio Elon Musk, cuyos flirteos con cierto grado de autoritarismo político son evidentes. «Daremos un golpe [de Estado] donde queramos», afirmaba en Twitter el 25 de julio en relación a las supuestas interferencias norteamericanas en la inestabilidad política de Bolivia. El magnate norteamericano, además, tampoco guarda reparos en afirmar que «no seguirá ninguna de las leyes nacionales o internacionales del planeta Tierra» en una eventual colonización de Marte con su compañía espacial SpaceX, algo que, por otro lado, ha deseado en numerosas ocasiones de forma pública. Musk ya afirmó también, con evidente grandilocuencia, en el programa Axios, en HBO, que su preocupación era que la inteligencia artificial dejase a la humanidad en peligro de extinción. La única forma de evitar esto, según él, es la creación de una simbiosis –es decir, una suerte de fusión– entre los humanos y la propia inteligencia artificial.
Aunque las declaraciones del magnate pueden que solo respondan de momento a una pulsión megalómana, sí es cierto, sin embargo, que la inversión privada está cada vez más interesada en la neurotecnología. Su importancia se revela de forma absolutamente nítida con las crecientes inversiones de gigantes tecnológicos como Facebook y Google, cada vez más interesados en las oportunidades que esta nueva tecnología puede ofrecer. Se espera que el próximo año las sumas invertidas superen los 300 millones de dólares. «Lo que quieren son los datos cerebrales. Ya nos tienen fichados con lo que compramos o con lo que nos interesa, pero imagina que consiguen acceso directo a lo que podemos pensar», advertía Yuste el año pasado, cuando tildaba la situación de preocupante. Es inevitable hacerse la pregunta que Murillo deja sobre la mesa: ¿mejora verdaderamente la vida del hombre esta tecnología, o lo disuelve y esclaviza?
Fuente: Ethic
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