Tim Wu es profesor de derecho en la Universidad de Columbia. Sus especialidades comprenden la competencia, derechos de autor y derecho en telecomunicaciones. Hasta ahí es convencional. Pero Wu es un académico no convencional. Por un lado, se postuló en el partido demócrata para la nominación como gobernador suplente de Nueva York (y obtuvo el 40% del voto popular, aunque no ganó la elección primaria). Por otro, se desempeñó durante un tiempo en el ministerio de Justicia del estado de Nueva York, especializándose en asuntos relacionados con tecnología, protección del consumidor y garantía de la competencia legal entre empresas online. “Si tengo una misión en la vida –dijo en cierta oportunidad– es combatir los abusos. Me gusta pararme del lado del tipo chiquito y creo que la función del ministerio de Justicia es esa”.
Wu es también quien acuñó la expresión “neutralidad de la red”, que ha resultado un concepto clave en los debates sobre la regulación de Internet. En una época fue asesor senior de la Comisión Federal de Comercio, el principal organismo estadounidense de protección al consumidor. Y de algún modo, en medio de toda esta actividad, Wu escribe libros que causan gran impacto.
En 2010, por ejemplo, publicó El interruptor principal. Auge y caída de los imperios de la información, una historia aleccionadora sobre las grandes tecnologías de las comunicaciones del siglo XX: el teléfono, el cine, la radio y la televisión. Allí Wu detectó un ciclo recurrente en la evolución de esas tecnologías: todas empezaban de manera abierta, caótica, diversa e intensamente creativa; cada una de ellas estimulaba visiones utópicas del futuro, pero al final todas terminaban “capturadas” por intereses industriales.
El punto de partida de su nuevo libro, The Attention Merchants (Los comerciantes de atención, aún no traducido al castellano), es una afirmación que en 1971 hizo el economista Herbert Simon, ganador del premio Nobel: “En un mundo rico en información –escribió– la abundancia de información significa carencia de otra cosa: aquello que la información consume. Y lo que la información consume es bastante obvio: la atención de sus receptores”.
El libro de Wu es una historia de la industria de la atención, es decir de las empresas que recolectan atención y la venden a sus anunciantes. Traza una crónica de los intentos de editores y empresarios por captar y revender la atención humana a lo largo de casi dos siglos, desde el periódico barato y sensacionalista The New York Sun, fundado en 1833, hasta BuzzFeed, Instagram, Google y Facebook hoy, con un gran rodeo en el camino en torno de la propaganda estatal (Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial, Goebbels durante la Segunda). Pero la característica más sobresaliente del libro es el modo en que entrelaza esta historia del desarrollo tecnológico con otros dos aspectos. El primero es una versión de cómo al cabo de un tiempo los individuos cuya atención se persigue se rebelan, dando lugar a brotes de resistencia que a veces llevan a una intervención regulatoria, pero con mayor frecuencia a cambios de rumbo por parte de los mercaderes de atención. El segundo aspecto es una serie de reflexiones sobre las implicancias culturales del éxito de los comerciantes de la atención.
Como en su libro anterior, Wu identifica ciclos periódicos en la evolución de una industria para la cual nada tiene mayor éxito que el exceso, al menos por un tiempo. Como dijo en un momento de descuido excepcionalmente atípico Eric Schmidt, director ejecutivo de Google, “Lo ideal es llegar justo hasta la línea de repulsión y no cruzarla”.
Cada tanto, no obstante, se ha cruzado la línea. El abordaje sensacionalista de The New York Sun, por ejemplo, generó una epidemia de estafas con elixires mágicos. En la década de 1950 la televisión estadounidense se saturó de programas de preguntas y respuestas hasta que trascendieron revelaciones de que todos los principales certámenes estaban arreglados. Y en nuestros días, la invasiva omnipresencia de avisos en los smartphones ha llevado a la rebelión del bloqueo de avisos que amenaza con debilitar el modelo de negocio básico del ciberespacio.
Lo que resulta más revelador aún, sin embargo, es la dirección del largo viaje en que la industria ha embarcado a nuestra cultura. En EE.UU., la radio llevó la publicidad a las casas de la gente de un modo persuasivo, especialmente después de la invención del radioteatro. Después llegó la televisión, que sumó el poder hipnótico de las imágenes y a su debido tiempo creó el horario “primetime” de máxima audiencia que anhelaba Goebbels, un momento en el que la atención de todo el país se paralizaba debido a la transmisión de un evento determinado. No por nada la de 1950 fue una década de autocomplacencia embrutecedora.
Timothy Leary y el movimiento de contracultura trataron de romper la estrangulación narcótica de la TV abierta, pero lo que en realidad la liquidó fue la fragmentación del grueso de la audiencia nacional con la llegada de la TV por cable y, más adelante, de Internet. Pasamos así de una época de telespectadores masivos en la que se nos trataba como integrantes de un conjunto indiferenciado, a una etapa en la que la tecnología de la personalización permite que Facebook y Google saquen provecho de avisos dirigidos –supuestamente con precisión– a un individuo particular.
Entrevista
–En El interruptor principal señala que las grandes tecnologías de comunicación del siglo XX cumplían un ciclo: empezaban de manera caótica, creativa y apasionante, pero con el tiempo terminaban controladas por intereses industriales. Al final dice que la gran pregunta es si Internet tendrá el mismo destino. ¿Cree hoy que lo tendrá?
–Sí. Yo esperaba que ese ciclo histórico pudiera quebrarse, pero la fuerza del destino, o de la economía, o lo que sea, ha demostrado ser arrolladora. Todos esperaban que la red, en particular, se mantuviera en un nivel más competitivo. Sin embargo la cantidad tiene una calidad totalmente propia y los últimos diez años han sido testigos del surgimiento de una clase de superpoderes orientados de acuerdo con una economía de escala de vieja escuela –especialmente Facebook, Google y Amazon– que han adquirido el control de sus respectivas áreas de dominio y parece improbable que se los pueda despojar pronto de esa situación. En general, cuando se contempla todo el ecosistema principal de Internet, no se observa tanto un mercado competitivo como una sucesión de empresas dominantes, seguidas por un grupo fatigado de compañías que pelean por las escasas migas restantes.
–¿Su visión de Internet era utópica?
–Fui un idealista y lo sigo siendo. O algo parecido. Ha habido una dura lección, aunque vieja, en relación con el destino de la red: que preservar el espíritu público de algo requiere más que buena onda. Mantener espacios que dejen salir lo mejor de nosotros demanda una estructura institucional realmente fuerte. Recordando la primera década de 2000, el gran error de los idealistas de la Web fue no conseguir crear prácticamente ninguna institución destinada a preservar lo bueno de la red (su apertura, su espacio para voces muy diversas y su decidido amateurismo), y apartar lo que era malo (el engaño de los trolls y los clickbaits, la molestia de la publicidad excesiva e invasiva, las fallas de seguridad). Había mucha fe en que cada cosa se iba a cuidar a sí misma, en que los “netizens” o ciudadanos de la red eran diferentes, que la industria de la Web era intrínsecamente mejor. Desafortunadamente, esa confianza excesiva en la cultura de la red dejó un vacío que fue llenado por las formas más bajas de la conducta humana y las normas más viles del comercio. Realmente fue la clásica historia de la fiesta que se aguó.
–Los idealista de hace quince años sin duda ya aprendieron su lección...
–La lección debió haber sido obvia si se piensa en importantes instituciones de vocación pública como universidades, museos, parques, entidades benéficas, algunos sectores de los medios. Ninguna de las mejores instituciones de este tipo conserva su carácter público por el solo hecho de suponer que la gente es buena o adopta modelos de negocio sin fines de lucro. La excepción que lo demuestra es Wikipedia, que se consagró firmemente a una orientación estructurada sin fines de lucro. Creo que Wikipedia puede mantener la frente en alto hoy; ha prosperado sin publicidad y otras distorsiones comerciales, atrayendo y manejando más tráfico que casi cualquier otro sitio en la Tierra. Desafortunadamente, la mayoría de los demás, pese a buena parte del idealismo de California, o simplemente se resignaron a la autodestrucción o aceptaron adoptar una forma corporativa estándar con sus incesantes exigencias de crecimiento. Al hacerlo, malograron en gran medida su potencial para ser la clase de instituciones fuera de lo común que quizá pretendieron sus fundadores. En cierto sentido, la historia del idealismo en torno a la Web que había a comienzos de la primera década de 2000 me hace acordar un poco a la historia de la contracultura de los años sesenta. Claramente ambas causaron un impacto cultural clave en su época. Pero las dos demostraron exceso de confianza al creer que se impondrían a algunas de las peores tendencias de la humanidad. Visto a largo plazo, sin embargo, fueron sólo quienes se las ingeniaron para crear algún tipo de estructura para preservar aquello en lo que creían los que lograron una influencia perdurable.
–Al trazar la historia de la publicidad en su libro The Attention Merchants, usted describe ciclos: aparece un medio nuevo, los empresarios encuentran formas de captar la atención de la gente que después les venden a los anunciantes, la publicidad se vuelve cada vez más invasiva y cuestionable, y con el tiempo hay una rebelión o un retroceso. En este momento usted ve el sistema de bloqueo de avisos móviles y el éxito del contenido de atención ininterrumpida tipo Netflix como señales de la última rebelión. Pero también cree claramente que el ciclo va a continuar. ¿Qué impulsa a este proceso?
–Dicho sencillamente: la búsqueda de ganancias. Las industrias, a diferencia de los organismos, no tienen limitaciones orgánicas de crecimiento propio; están constantemente en busca de nuevos mercados o de nuevos modos de explotar los viejos mercados con mayor eficacia. Encontrado un modo de ganar dinero, una compañía sigue tratando de ganar más, inclusive hasta el punto de la autodestrucción. Si el modelo de negocio es la publicidad, eso supone meter a presión más y más avisos que son cada vez más molestos y por lo tanto empeoran el producto. En un mercado normal una empresa empieza a darse cuenta de que ha puesto muy alto sus precios cuando la gente deja de comprarles y se aparta. Pero con un modelo de publicidad hay una reacción tardía, y después una rebelión. Un día la gente empieza a decir: “Estoy saturado, me voy”.
–En su historia de la publicidad hay una clara dirección de viaje hacia una intrusión cada vez mayor, que culmina con el smartphone como caballo de Troya en el bolsillo de cada persona. Y en tono de queja usted hace una pregunta retórica: “¿Establecemos límites entre lo privado y lo comercial?”. Teniendo en cuenta dónde estamos ahora, ¿podemos poner ese límite? ¿Y cómo lo afrontaríamos?
–Cuando el presidente Obama daba fiestas en la Casa Blanca, a los invitados se les pedía que dejaran los teléfonos y otros dispositivos en la entrada. Entonces eran fiestas –y sin selfies ni tuits— en las que todos estaban en la fiesta. El ejemplo de Obama muestra cómo se hace: recuperando espacios físicos y haciéndolos no comerciales. El lugar más fácil para hacerlo es la casa de uno. Se puede adoptar la medida de dejar los aparatos en la entrada, digamos, o limitando su uso a un ambiente de la vivienda. Cualquiera sea el método, la verdadera clave es establecer límites físicos, no mentales, reconociendo así lo débiles que son nuestras voluntades realmente. Porque no vas a ganar si tratás de luchar con las fuerzas del comercio en una batalla abierta. Vas a terminar como el alcohólico que entra a un bar y se dice a sí mismo: “Con una sola copa me las voy a arreglar”.
Fuente: Revista Ñ - Clarin
Imagen: The New Yorker
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