En 2001 se formó una coalición de académicos y periódicos en lo que se ha dado a conocer como el Grupo Oaxaca, con el objeto de formular y promover una ley que promoviera la transparencia y protegiera el acceso a la información pública en México. Los proponentes sostuvieron que una ley sobre el acceso a información que obligue al gobierno a revelar prácticamente todo tipo de información, menos la relacionada con la seguridad nacional, abriría una nueva era de transparencia en el ejercicio de la gestión pública. La ciudadanía podría disponer así de las herramientas necesarias para vigilar la probidad y el desempeño del gobierno. y la democracia saldría fortalecida.
Al año siguiente, el Presidente Vicente Fox firmó y promulgó la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública de México (LFAI), que actualmente se considera en general como una de las más eficaces entre los 19 países de América Latina y el Caribe que han promulgado ese tipo de leyes desde mediados de la década de 1980. Ciertamente se tiene entre las más enérgicas del mundo. A diferencia de muchas leyes parecidas, por ejemplo, permite que los solicitantes pidan información sin tener que identificarse, protegiéndose así de posibles represalias. La ley permite que ciudadanos y no ciudadanos por igual pidan información y crea un poderoso organismo gubernamental semiautónomo de defensa del acceso a dicha información por parte del público.
Esas innovaciones han producido un verdadero cambio. Han contribuido a descorrer el velo que envuelve las actividades oficiales en lo que hasta hace poco fue un estado más inescrutable. La LFAI ha sido usada, especialmente por académicos y periodistas, para investigar la corrupción en las esferas de la salud pública, los derechos humanos y la política. Ha ayudado a esclarecer de todo, desde políticas gubernamentales dirigidas a los carteles de la droga hasta la presunta ineficiencia en Petrobras, la empresa petrolera propiedad del estado. A veces hasta ha conseguido darle fluidez al funcionamiento del gobierno, al facultar a dependencias gubernamentales para obtener información de otras dependencias oficiales.
¿Ha beneficiado al ciudadano común y corriente? ¿Y ha atendido a todos por igual, independientemente de la clase social o el nivel de privilegio? Paul Lagunes, académico visitante del Departamento de Investigación del BID, y su colega Oscar Pocasangre, de la Universidad de Columbia, decidieron averiguarlo. En un estudio reciente, los investigadores crearon dos identidades ficticias, una de un hombre de clase media residenciado en un vecindario promedio y la otra de un hombre de clase alta domiciliado en una zona acomodada. Luego hicieron que sus dos personajes inventados presentaran 14 preguntas idénticas a unas 200 entidades gubernamentales distintas a través de la plataforma en línea creada para solicitar información en el marco de la LFAI.
Los resultados dan motivos tanto para un cauto optimismo como para cierta medida de escepticismo. En general, las entidades gubernamentales respondieron dentro de un período de 30 días: hasta 81% de las solicitudes de información recibieron algún tipo de respuesta y no hubo diferencia estadística entre el trato que recibieron las solicitudes del hombre de clase media y las del de clase alta. Sin embargo, de las 14 preguntas que se presentaron, en promedio ocho quedaron sin responder, entre ellas algunas que la entidad gubernamental estaba legalmente obligada a responder. Y en varios casos la respuesta fue más bien deficiente. Por ejemplo, en más del 50% de las veces, una sencilla solicitud del currículum vitae del director de una dependencia gubernamental quedó sin responder.
Hay mucho en juego, tanto en cuanto al mejoramiento del sistema de acceso a la información pública como en cuanto a asegurar que otros sistemas similares a lo largo y ancho de la región funcionen eficazmente. Pero una mayor medida de transparencia será significativa únicamente si se consigue penalizar las conductas ilícitas, una vez puestas al descubierto. Como se trató recientemente en un blog, en América Latina hay una arraigada tradición de comisiones clandestinas, sobornos y evasión de impuestos, y la región en general sale mal parada en las evaluaciones del nivel de transparencia y probidad de la gestión gubernamental. Transparencia Internacional, en su de la corrupción en 167 países, ubicó a Uruguay (21er lugar) como el país menos afectado por ese flagelo, mientras que Haití y Venezuela quedaron empatados en el 158vo lugar como los países más aquejados; México quedó en el 95to puesto, junto con Mali y Filipinas. Únicamente instituciones eficaces pueden llevar a cabo la limpieza general que hace falta y ‒como ya se trató en un estudio del BID‒ apoyar la estabilidad canalizando el descontento, en vez de que éste estalle en forma de marchas y manifestaciones.
El proyecto que actualmente ocupa a Lagunes como Académico Visitante es precisamente averiguar de qué manera pueden esa transparencia y esa rendición de cuentas obrar conjuntamente. La idea es, primero, tomar información de varios proyectos de infraestructura de países latinoamericanos, tal como se dé a conocer a través de los sistemas informativos del gobierno. Y, luego, analizar de qué manera usan esa información una entidad no gubernamental de control y una entidad gubernamental anticorrupción, para influir en la dependencia oficial a cargo de ejecutar el proyecto. La clave está es determinar si la dependencia responsable responde o no a los criterios de transparencia y vigilancia, reduciendo el plazo de ejecución y los costos de los proyectos. Manténgase en sintonía.
Fuente: Ideas que cuentan
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