domingo, 17 de marzo de 2024

Nuevos enemigos de la sociedad abierta


Acaso el gran problema de la sociedad abierta consista en que pocos quieren vivir en una sociedad abierta. Es difícil llegar a una conclusión diferente a la vista de la realidad política contemporánea: las democracias liberales sufren el embate de los viejos nacionalismos y del nuevo populismo, mientras se dibujan en el exterior los contornos de una nueva Guerra Fría que esta vez enfrenta a las democracias contra los autoritarismos. Todo ello en un mundo donde, según, el índice de la revista The Economist, apenas el 8% de la población vive en una «democracia plena» y solo un 7% lo hace en «democracias defectuosas»; en total, solo el 15% de la población mundial está constituida por ciudadanos y no por súbditos, que es como el eminente jurista austríaco Hans Kelsen llamaba a quienes carecían de derechos políticos. Para quienes esperábamos algo más del fin de la Historia en su versión finisecular, se trata de un resultado decepcionante; las olas democratizadoras parecen morir hoy en la orilla. Pero así funcionan los ideales: sufren en contacto con la realidad. Máxime cuando son tan exigentes como el que aquí nos ocupa.

¿Y qué es una sociedad abierta? El concepto es de Karl Popper, quien lo presenta en La sociedad abierta y sus enemigos, historia del pensamiento político en dos volúmenes que aparece en 1945. Es el año que conoce la derrota del imperialismo japonés y del totalitarismo nazi; el soviético estaba sin embargo a punto de cerrar su puño de hierro sobre Europa Oriental y los comunistas chinos no tardarían en llegar al poder. Aunque el historiador Samuel Moyn incluye a Popper entre los representantes del «liberalismo de la Guerra Fría» en su reciente Liberalism Against Itself, en compañía de Judith Shklar o Isaiah Berlin, el pensador vienés se adelanta a la contienda entre los bloques liberal y comunista; su genealogía del pensamiento totalitario –distinta a la que Hannah Arendt publicaría seis años más tarde– se alimenta de la amarga experiencia política suministrada por el periodo de entreguerras. Su tesis central es que una sociedad en la que se ejercita pacíficamente la razón crítica se distingue de aquellas que se organizan alrededor de la reverencia a la autoridad, el respeto al tradicionalismo o el rechazo del pensamiento científico.

Persuadido como su conciudadano Friedrich Hayek de la falibilidad humana y de las limitaciones de nuestro conocimiento, Popper es escéptico acerca de la posibilidad de alcanzar la verdad: porque lo irrefutable no es necesariamente lo verdadero. De ahí que la búsqueda de la verdad sea compatible con la oposición feroz contra el dogmatismo intelectual. Popper establecía un vínculo entre este último y el autoritarismo político; quien busca imponer una cosmovisión o ideología termina recurriendo a la coerción violenta y al gobierno autoritario, ya que de otro modo no logrará reprimir la natural tendencia del ser humano a producir nuevas ideas. Es natural que tales premisas desembocasen en la vindicación de la democracia liberal como única forma de gobierno posible para la sociedad abierta: aquella que permite expulsar pacíficamente del poder a los malos gobernantes y antepone la reforma gradual a la gran ingeniería social. Justo es subrayar, en todo caso, que el realismo político de Popper no le impedía reconocer la importancia de las condiciones materiales que permiten al ciudadano desarrollar su plan de vida: las políticas sociales no son un capricho de los colectivistas.

En cualquier caso, Popper conceptualiza una sociedad que es gobernada por medio de una democracia representativa; el énfasis no recae en la morfología del régimen político, sino en el tipo de sociedad que ese régimen político hace posible. Dicho de otro modo, la democracia liberal sería la forma política natural de la sociedad abierta; ninguna otra cumple con los requisitos que esta última exige. Entre ellos, el principio del gobierno limitado que establece restricciones a lo que el poder público está autorizado a decidir; el reconocimiento de los derechos fundamentales que proporciona al individuo una esfera de libre disposición; el mantenimiento del imperio de la ley y la separación de los poderes del Estado; la existencia de una esfera pública donde operan medios de comunicación independientes y los ciudadanos expresan sus opiniones de distintas maneras; el funcionamiento de un mercado libre donde individuos y empresas operan bajo la supervisión de los poderes públicos. Es evidente que no tiene sentido separar sociedad abierta y democracia liberal: cada una es condición de la otra.

Ahora bien: la sociedad abierta requiere una cultura política capaz de producir ciudadanos que ejerzan la tolerancia cívica y renuncien al tribalismo. Aceptar el pluralismo es renunciar a imponer a los demás nuestra cosmovisión, y hacerlo por las razones correctas: por entender que la cualidad «abierta» de la sociedad tiene un fundamento a la vez moral (derecho igual de todos a atesorar sus ideas) y epistemológico (no existe el conocimiento perfecto). Las sociedades cerradas no son capaces de progresar al mismo ritmo que las sociedades abiertas; no son justas, ni pueden serlo. Si Popper definía la sociedad abierta como aquella en la que el individuo es responsable de sus decisiones personales, por oposición a una de carácter tribal o colectivista, podemos ampliar el concepto y designar con ese término a la sociedad que pone en su centro la libertad personal y se mantiene abierta al resultado de los intercambios que tienen lugar en su interior. Y aunque renuncia a fijar su forma definitiva, la sociedad abierta solo puede mantenerse abierta –a nuevas ideas, tecnologías, moralidades– si conserva la estructura institucional del Estado de derecho y la democracia liberal. Cuando estas se debilitan, la sociedad se vuelve más «cerrada».

Huelga decir que Popper no pensaba que los occidentales vivieran ya en sociedades abiertas. Al igual que sucede con la Ilustración tal como la define Kant en su momento, estamos ante ideales regulatorios que fijan un objetivo digno de ser perseguido. La pregunta es si hoy estamos más lejos de alcanzarlo que ayer; si el mundo ha retrocedido en su lento progreso hacia la sociedad abierta. Y la respuesta, de nuevo, depende de las expectativas. A comienzos de la década de los 90, se esperaba que las sociedades post-soviéticas –incluida la propia Rusia– se democratizasen sin excepción; lo mismo valía para una China que estaba llamada –Tiananmén dejó ver a una juventud descontenta– a sustituir el régimen de partido único por un gobierno multipartidista. Pero es evidente que la sociedad abierta no ejerció la fuerza centrípeta necesaria para que aquellas esperanzas se hicieran realidad.

Ahora sabemos que aquel fue un momento excepcional, malinterpretado por quienes lo vivieron como el comienzo de una nueva era; la derrota del comunismo soviético se confundió con el abrazo global de la democracia liberal. Breve primavera: los atentados del 11-S y la crisis de 2008 acabaron con la complacencia occidental. El panorama es hoy desalentador: tenemos delante una China más alejada que nunca de la democracia (el caso de Hong Kong es elocuente) y una teocracia iraní que no ha concedido terreno a sus reformistas. Hay pocos avances en Latinoamérica, donde alguna democracia ha dejado de serlo (Venezuela) y otras han perdido estabilidad (Chile, Perú) o sucumbido a los encantos del liderazgo populista (México, Brasil); no terminan de completar su tránsito a la democracia países asiáticos tan poblados como Indonesia o Tailandia, si bien Malasia conserva su estabilidad y Filipinas no termina de desestabilizarse. Y mientras, África ha recuperado la tradición del golpe de Estado militar (Níger, Gabón, Burkina Faso), algunas de sus sociedades parecen estar aprendiendo a cambiar de gobierno sin violencia (Sierra Leona, Liberia). Puede decirse que la democracia liberal, aun sufriendo, resiste; lo que no se puede decir es que avance.

Si volvemos la mirada al interior de las democracias, hay poco que celebrar; el ideal de la sociedad abierta no está precisamente de moda. ¿Y cuándo lo estuvo? Es conveniente abrir los ojos: en las décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas europeos mantuvieron una considerable fuerza en las sociedades europeas y la juventud que se movilizó a finales de los 60 enarbolaba con alegría el Libro Rojo de Mao. Se produjo un auge de la violencia política en los años 70; hubo terrorismo de extrema izquierda, como lo hubo anarquista y de extrema derecha e incluso –ahí están ETA o el IRA– nacionalista. Francia vivió un turbulento proceso de descolonización y hubo disturbios raciales en Estados Unidos. O sea: los Treinta Gloriosos tuvieron su miga. Claro que no se trata de comparar la contenciosidad de dos momentos históricos separados entre sí ya más de medio siglo, sino de ahorrarnos un espejismo: aquel que dibuja en el horizonte del pasado un apoyo masivo a la causa de la sociedad abierta.

Flash forward

Las democracias liberales vienen sufriendo fuertes turbulencias desde el estallido de la crisis financiera de 2008. Allí donde pierde credibilidad la promesa del crecimiento económico indefinido –confrontadas como están las sociedades desarrolladas con los efectos indeseados de la modernización y la globalización: cambio climático, desigualdad económica, tensiones migratorias– aparecen movimientos ideológicos y fuerzas políticas que empujan en dirección opuesta a la sociedad abierta. Es una lista larga: el populismo que explota el ideal democrático del gobierno popular para estimular el malestar social y, si llega al poder, desactiva los controles liberales e impone una visión antipluralista de la sociedad; el nacionalismo etnocéntrico que actúa en su propio nombre o permea el discurso populista, reclamando el derecho a la autodeterminación o el abandono de entidades supranacionales como la UE; las políticas de la identidad que cuestionan el universalismo ilustrado y perturban la conversación pública mediante la aplicación de la cultura de la cancelación en el marco de las guerras culturales; el despliegue de versiones extremas de doctrinas políticas conocidas (conservadurismo, feminismo, ecologismo) y la difusión de nuevos discursos (teoría decolonial, ideología woke, decrecimiento), siendo rasgo común a todos ellos el rechazo del pluralismo en nombre del bien superior –dogma– que sus defensores dicen representar.

Estos fenómenos no se producen en el vacío. El estilo político del populismo ha contaminado las democracias liberales y son pocos los partidos que renuncian a usar sus herramientas para competir por el poder. Ahí tenemos la personalización creciente de la política, con el renovado protagonismo de los hombres fuertes y los líderes cesaristas de orientación providencial; la importación del método norteamericano de las elecciones primarias a los partidos europeos ha reforzado esta funesta tendencia plebiscitaria. Tampoco los ciudadanos que participan en la esfera pública a través de las redes sociales se privan de manifestar el deseo de que su tribu política prevalezca sobre el resto: ni la tolerancia ni la deliberación pasan por su mejor momento. Es así razonable preguntarse cuántos ciudadanos son realmente demócratas. O lo que es igual: ¿cuántos aceptarían sin pestañear vivir en un régimen político iliberal –una democracia aclamativa– donde los suyos gobernasen para siempre? Súmense el regreso del estatalismo y la nueva legitimación del intervencionismo público, que a la vista de lo sucedido durante la pandemia no tendrá dificultades para llevarse a la práctica.

Se diría entonces que la causa de la sociedad abierta se debilita a ojos vista. Eso no quiere decir que vaya a desaparecer: sigue siendo la mejor forma de organizar políticamente la convivencia pacífica de grupos humanos heterogéneos sin renunciar al ejercicio de la libertad personal y el autogobierno colectivo. Pero sus nuevos enemigos ya están aquí. Y no dan tregua.

Fuente: Ethic

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