miércoles, 24 de septiembre de 2025

Viaje al origen del fanatismo ideológico


Existe una alta probabilidad de que Donald Trump comparta genes con Tyler Robinson, el asesino del influencer y activista conservador Charlie Kirk.

Aguarde un minuto antes de gritar "¡fake news!". Sabemos que Robinson, de 22 años, creció en una familia republicana hasta la médula, de principios tan inamovibles y conservadores como los que propagaba el propio Kirk. Y que, tras liquidar a su objetivo de un disparo el pasado 10 de septiembre, mandó el siguiente mensaje: "¿Por qué lo hice? Ya no podía más con su odio, hay cosas que no se pueden negociar".

No se me escape y retenga esta idea. Una semana después, el propio Trump sugirió algo parecido -que hay cosas que no se pueden negociar- durante el funeral de Kirk: "Charlie no odiaba a sus oponentes y quería lo mejor para ellos, ahí es dónde discrepo con él: yo sí odio a mis oponentes y ¡no quiero lo mejor para ellos!".

He aquí la clave. El salvaje atentado de Robinson y el arrebato posterior de Trump tratando de censurar las voces en su contra tienen un factor en común: su forma desproporcionada de reaccionar al estrés, que activa mecanismos marcados por su base genética. "La extrema izquierda y la extrema derecha comparten rasgos psicológicos: es decir factores que explican no lo que creen sino cómo lo creen", explica por videollamada la neurocientífica Leor Zmigrod, profesora de la Universidad de Cambridge y pionera de una nueva rama de su disciplina, la llamada neuropolítica.

Esta psicóloga de 30 años -sí, sólo 30- publica hoy en España El cerebro ideológico (Ediciones Paidós), un aclamadísimo ensayo traducido a una veintena de idiomas que desvela los mecanismos ocultos que dan forma a nuestras creencias políticas, sociales y religiosas. Tras realizar un amplio catálogo de experimentos neurológicos y biológicos en su laboratorio, la autora llega a la siguiente conclusión: "Todos los humanos existimos a lo largo de un espectro en el que algunos somos más propensos a un pensamiento rígido e ideológico y otros a un pensamiento más flexible y ambiguo. Pero lo que realmente influye en nuestro pensamiento radical y nos mueve hacia los extremos es un factor determinante: el estrés".

Es decir, que existen factores hereditarios, ya sea la configuración de los genes que reparten la dopamina en el cerebro o la forma en que respondemos a la percepción de una amenaza, que determinan si somos pensadores obstinados y dogmáticos o, por el contrario, independientes y flexibles. Y luego, sobre esta base genética, diversos factores ambientales como la percepción de amenazas a nuestra supervivencia o el bienestar del individuo alteran el funcionamiento de nuestro cerebro hasta llevar al extremo las ideologías en las que creemos.

"La mayoría de los cerebros, incluso los más racionales e inteligentes, sólo buscan claridad, coherencia y certeza", explica Zmigrod. "Son órganos predictivos y tratan constantemente de explicar cómo debemos comportarnos. Cuando las respuestas no están claras entran en juego las ideologías, que son muy seductoras porque apelan a la necesidad de orden de nuestro cerebro. En situaciones de estrés e incertidumbre, nuestra mente se vuelve más rígida, optimiza recursos y, en lugar de explorar, ser adaptable y atender a razones, piensa de una manera más limitada, discriminatoria y prejuiciosa contra quienes no forman parte de nuestro intragrupo".

Factores externos como la exclusión social o la percepción de que no hay recursos para todos contribuyen a exacerbar esa sensación de estrés. "Estas ideas son una de las herramientas que usan los propagandistas usan para influenciarnos", recuerda Zmigrod. "Su objetivo es hacer que nos sintamos amenazados para así convertirnos en seres maleables".

Ante el miedo a lo desconocido, hay determinadas personas que se aferran a las rutinas y a los hábitos. Su cerebro se inclina por las explicaciones de un relato ideológico adquirido previamente y que asume el papel de narcótico frente a la desagradable sensación de lo desconocido. "Nos anestesiamos frente al cambio", dice la investigadora sobre un mecanismo que, en esencia, es sinónimo de una ideología: "Es un sistema muy limitado de reglas que explica el mundo, que se resiste a los hechos y que lleva a las personas a formar grupos identitarios muy tribalistas. Hace que deshumanicen a aquellos con los que no están de acuerdo, pero también les lleva a deshumanizarse a sí mismos".

Zmigrod averiguó cómo funciona el cerebro de una persona radical en su laboratorio. En una de sus pruebas, sometió a una amplia muestra de personas a relacionar formas y colores. Tras haber interiorizado las reglas y los patrones del test, aquellos que se frustraban ante un cambio en su funcionamiento, que no podían adaptarse, que tardaban más o que se estresaban ante los cambios del sistema tendían a ser los pensadores más dogmáticos. "Son los cerebros que se resisten a escuchar puntos de vista alternativos, que se afligen ante un argumento que no les encaja porque se lo toman como un ataque personal", cuenta.

Esto es lo que Zmigrod llama "rigidez cognitiva", un rasgo que nos ayuda a identificar cuándo hay más riesgo de dejarse atrapar por un dogma. "El procesamiento de la información en los cerebros dogmáticos es más lento", concluyó la investigadora. "Por eso suelen ser pensadores más impulsivos: toman decisiones prematuras porque les cuesta más tiempo comprender la información de carácter sensorial frente a los pensadores más flexibles y menos prejuiciosos, que tardan menos".

Repesquemos ahora el ejemplo del joven asesino Tyler Robinson, un ejemplo extremo de "rigidez cognitiva". Si bien su familia era profundamente republicana, él optó por pasarse a lo que consideraba "el lado bueno de la historia": la izquierda radical. "Incluso si crees que tu ideología es la buena, como hacemos la mayoría de los humanos, corres el riesgo de caer en la espiral del radicalismo cuando empiezas a pensar que una causa política justifica hacer determinados actos extremos", explica. "Todas las ideologías piden que alguien sea un prototipo, así que creo que, desde el punto de vista del individuo, es contradictorio hablar de una ideología buena, porque todas funcionan así".

Un método para no sucumbir a las ideologías extremas es actuar de forma activa contra nuestros instintos más primitivos y nuestros hábitos más arraigados. "Nada está predestinado", insiste. "Igual que elegimos unas ideas u otras, también podemos optar entre una forma de pensamiento más flexible o una más rígida. El problema es que ahora mismo vivimos en una sociedad que considera la flexibilidad como un rasgo de debilidad". Estar abierto al cambio y contemplar todos los matices indica que no tienes una postura firme, cuando es todo lo contrario: la flexibilidad es la postura más difícil de mantener.

Decíamos que Robinson y Trump comparten la idea rígida de que ‘hay cosas que no se pueden negociar’. ¿Proviene este concepto de su base genética o es algo que han adquirido a través del entorno? Aquí, el ensayo de Zmigrod se enfrenta a un dilema circular: si es nuestro cerebro el que moldea nuestras ideas o, al contrario, son nuestras ideas las que acaban alterando nuestra biología. "No hay nada determinado", señala Zmigrod. "Lo más importante es que nosotros escojamos no sucumbir a la experiencia ideológica".

Hay personas, advierte la joven doctora, que crecen en "ecosistemas muy ideologizados, con reglas y jerarquías estrictamente definidas". Esos contextos, defiendan las ideas que defiendan, pueden volver extremista incluso al más firme creyente del libre pensamiento. Así, introduce un nuevo eje en nuestro cerebro ideológico: no se trata tanto de ser de izquierdas o de derechas, sino de optar por radicalismo o la moderación. "Es una elección personal, y no sólo política, que refleja qué tipo de ser humano somos", valora la científica.

Los resultados de los experimentos de Zmigrod coinciden en otro aspecto: los cerebros que segregan más dopamina en la amígdala -la parte del cerebro encargada de detectar las amenazas y gestionar las emociones- también son los más dogmáticos. "Estos factores pueden desembocar en todo tipo de sesgos en la vida social y política, pero también en la vida psicológica", aclara, apostillando que muchas formas del pensamiento ideológico son también cárceles: "Intentan borrar tu libertad y hacer de ti un militante de una causa en lugar de una persona ambigua con matices".

Las pruebas que plantea la doctora -"juegos de formas y colores que no tienen nada que ver con la política"- desvelan la forma en que cada mente aprende de su entorno. En este sentido, resulta relevante la influencia de las redes sociales sobre la forma en que recibimos información; especialmente información política. "Es un ecosistema diseñado para radicalizarte", advierte Zmigrod. "Cuando pones a mentes vulnerables en un entorno que saca rédito si consumen contenido viral y extremo, facilitas una receta terrible para hacer a la gente propensa a la violencia política, para hacer que la apoyen y, tristemente, mucha gente lo hace".

El componente social y de audiencia imaginada que brindan las redes en las que interactuamos, combinado con las estructuras de pensamiento cultivadas durante nuestra crianza y nuestras predisposiciones genéticas -como nuestra rigidez cognitiva- afectan por igual a la forma en que defendemos nuestros valores. "Yo creo que hay una diferencia entre las ideologías y las filosofías de vida", apunta la autora. "El hecho de que estés en contra de las ideologías no significa que no puedas tener una moral. En todo caso la agudiza, porque te preocupas por las causas con toda tu humanidad y no porque te lo haya dicho alguien. Pero mientras sigamos glorificando a los pensadores rígidos y los animemos a seguir manteniéndose fieles a sus creencias, desincentivamos a las personas a buscar un enfoque más flexible de la vida".

En 2019, Anthony Loyd, periodista de The Times, encontró en Siria a Shamima Begum, una de las tres niñas que cuatro años antes, sin haber terminado el colegio, se escapó de su hogar en Londres para apoyar al ISIS, durante los años de auge del grupo terrorista en Irak. El Gobierno de Boris Johnson retiró la nacionalidad a Begum después de que asegurara que no se arrepentía de nada, que no le había impactado ver decapitaciones y que el asesinato de algunos periodistas estaba justificado. Su caso cautivó a Leor Zmigrod. "Vemos cómo la gente cambia: hay personas que voluntariamente escogen un modo de vida menos libre, altamente influidos por su estilo emocional, cognitivo y por sus rasgos biológicos".

Para Descartes, el grado más bajo de la libertad era escoger entre cosas indiferentes. Claudicar ante una ideología es ejercer la libre elección, pero Zmigrod añade que "vivimos en un mundo en el que no todo el mundo escoge ser libre": "Debajo de esa primera capa vemos que la propia sociedad no siempre nos guía hacia una libertad plena, porque puede que a la propia sociedad, en tanto que organización social, no le interese que los individuos seamos libres del todo".

Por eso son tan interesantes los perfiles que dejan atrás los entornos más ideológicos en los que se han formado. En ese sentido, la investigadora apunta que existe un rasgo psicológico que puede impulsar estas huidas hacia delante: la creatividad. Y la lección más importante es que, independientemente de los genes, "siempre podemos cultivarla".

"La verdadera creatividad es la que no sigue las reglas, la que juega con las consignas y las suposiciones", insiste Zmigrod. "Al impregnar nuestra vida mental con ella, desarrollamos una especie de elasticidad psicológica, y desde ahí aprendemos a enfrentarnos a todo. Pero trabajar en contra de todas las fuerzas restrictivas que se nos anteponen es un esfuerzo constante y que dura toda la vida".

Fuente: El Mundo

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