miércoles, 3 de diciembre de 2025

Mi postura sobre una política monetaria y cambiaria rígida: origen y síntesis


Voy a tratar de ser breve y de decir las cosas de la forma más sencilla posible: todos los manuales de macroeconomía convencionales, desde Dornbusch hasta Mankiw, repiten la misma letanía: «El tipo de cambio es el precio de una moneda expresada en términos de otra, determinado por la oferta y la demanda». Esa frase es la gran mentira fundacional del sistema monetario actual.

Hoy, en un mundo con un régimen monetario 100% fiat, el dinero no es una mercancía ni un activo privado: es deuda pública emitida en régimen de monopolio por el Estado (o por su delegado, el Banco Central). Por tanto, lo que llamamos “tipo de cambio” no puede ser considerado un precio de mercado, porque, en rigor, no existe mercado libre de dinero. Lo único que existe es un patrón o una relación de conversión entre dos o más títulos de deuda pública —no entre dinero mercancía o de sustitutos perfectos de dinero mercancía— cuyo emisor tiene poder para fabricarlos y sobre todo modificarlos a voluntad del poder político.

En ese contexto, hablar de “tipo de cambio flexible” es un eufemismo sofisticado para decir: «el Estado se reserva el derecho a devaluar unilateralmente los ahorros y salarios de quienes confiaron en su moneda». Y hablar de “tipo de cambio fijo” dentro del mismo sistema fiat sigue siendo precario, porque la promesa de conversión fija dura exactamente hasta que al político de turno le falten bolivianos/dólares para cubrir la necesidad de gasto público.

La postura convencional, tradicional y políticamente correcta —la que defendieron Friedman, Dornbusch, Fischer, Sargent, Barro, Tobin e incluso el Hayek tardío en algunos textos concretos— consiste en aceptar el monopolio estatal del dinero como un hecho irreversible y discutir después si es mejor que ese monopolio devalúe “poco a poco” (flotación sucia) o “de golpe” (con devaluaciones anunciadas). Es una discusión cómoda, académicamente respetable y, sobre todo, inofensiva para el poder político.

Mi postura es exactamente la contraria y, por eso, no convencional: el objetivo máximo no es elegir el “menos malo” dentro del monopolio estatal, sino desafiar el monopolio mismo. Mientras el Estado sea el único productor legal de dinero, no habrá libertad monetaria posible. Y sin libertad monetaria no hay límite efectivo al poder político, porque la impresora siempre estará ahí para financiar el gasto público a costa del ahorrista.

Por eso, en el mundo real de 2025 —donde no existe ni un solo país con patrón oro ni competencia privada de monedas—, la única forma práctica y urgente de limitar los errores (y los abusos) de política monetaria y cambiaria es reducir drásticamente el margen de maniobra del poder político sobre la moneda nacional, y la herramienta más poderosa disponible hoy para lograrlo es la adopción de un tipo de cambio fijo o ultra-fijo, preferiblemente irrevocable por ley: currency board ortodoxo o, mejor aún, la dolarización unilateral plena, llana y simple de la economía.

Exactamente esa es la receta que aplican con éxito los dos mayores especialistas vivos en estabilizaciones monetarias extremas: Steve H. Hanke (el “money doctor” que diseñó varios currency boards en el mundo y que lleva años pidiendo dolarización inmediata para Bolivia y Argentina) y John B. Taylor (creador de la Regla de Taylor y ex subsecretario del Tesoro de EEUU), quien ha avalado públicamente la dolarización latinoamericana como la forma más rápida de estabilizar y recuperar la credibilidad cuando el Banco Central local la pierde por completo.

En esto coincido plenamente con la tradición que va de Ludwig von Mises (“el tipo de cambio solo puede ser fijo y definido por peso de oro mientras exista dinero mercancía”) a George A. Selgin (“la dolarización y los currency boards son el menor mal posible dentro del monopolio estatal”) y Juan Ramón Rallo, quien resume la postura más clara y sin ambages: “La dolarización no es una panacea ni un cheque en blanco al dólar estadounidense —que también sufre inflación y dominancia fiscal—, sino una forma de atar las manos al Banco Central local para que no pueda monetizar déficits estructurales”. En todo caso, yo aceptaría el régimen de tipo de cambio flexible solamente fuera de un régimen de producción estatal y monopólica de dinero, pero nunca bajo ningún otro régimen.

Y, de nuevo, el objetivo de dolarizar no es porque el dólar sea el mejor dinero o representación del dinero ideal (que no lo es, porque sigue siendo deuda del Tesoro de EEUU), sino porque, entre varios otros aspectos:
  • Transfiere el control de la base monetaria a un emisor externo que, al menos, no tiene incentivo directo para devaluar los bolivianos, los pesos argentinos o los lempiras hondureños con tal de pagar sueldos públicos.
  • Elimina de un plumazo no solo la posibilidad de financiar déficit con emisión primaria, sino además evitar la creación del aunge insistenible previo en una economia bimonetaria de facto como la de Bolivia.
  • Convierte la relación de conversión en algo mucho más difícil de romper que una simple promesa entre el Banco Central y el Tesoro.
En otras palabras:
  • Los economistas convencionales debaten si el Estado debe tener una impresora con velocidad variable o con velocidad constante, pero mantener la impresora al fin.
  • En cambio, yo digo: quítenle la impresora al Estado, aunque sea poniéndole una cadena externa irrompible.
Eso es lo que hicieron Panamá hace más de 100 años, Ecuador en 2000, El Salvador en 2001 y, más recientemente, los experimentos exitosos de currency board en Bulgaria y Bosnia en 1997. Pero más aún, toda la Eurozona al eliminar sus políticas monetarias nacionalistas e introducir el euro en 1999, además de los bálticos que les siguieron después de la crisis de la Gran Recesión. Los resultados hablan por sí solos: inflación de tres dígitos reducida a un dígito en meses, sin recesión adicional significativa y con crecimiento posterior sostenido.

No es la solución definitiva (la solución definitiva sería, por ejemplo, la competencia privada de monedas), pero sí es la única forma realista hoy de decirle al poder político: «hasta aquí llegaste con mis ahorros».

Por eso defiendo, sin complejos, la dolarización o el tipo de cambio ultra-fijo: no porque crea que el dólar es dinero sano, sino porque es la menor peor de todas las monedas y la forma más efectiva de desarmar, aunque sea parcialmente, el arma monetaria del Estado nacional depredador. Además, porque estoy seguro, con mucha anticipación, que el camino de la revaluación de la moneda nacional es una idea demasiado cara, ineficiente, que implica una cantidad de requisitos demasiado grandes tanto económica como políticamente hablando para alcanzarlos, y que, por tanto, terminará fallando inevitable y dolorosamente.

Entonces, mientras el monopolio estatal de emisión monetaria siga intacto, cualquier discurso sobre “tipos de cambio determinados por oferta y demanda” no es ciencia económica, sino propaganda políticamente correcta que siguen los economistas convencionales e ingenieros sociales para que sigamos aceptando que nos roben sistemática y legalmente.

Imagen: Vetustideces

Fuente: Mauricio Rios - Blog

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