Este texto es un fragmento de “La literatura en Charcas: factores que favorecieron su cultivo”, capítulo del libro Cuatro siglos de literatura en Bolivia en el horizonte del Bicentenario republicano 1825 – 1925, cuya edición estuvo a cargo de Tatiana Alvarado Teodorika. (Ed. Renacimiento – España y Ed. 3600 – Bolivia) y que fue presentado la semana pasada.
Comenzaremos con otra afirmación de fray Justo: “[l]os libros que has encontrado por fortuna son demasiado raros en todo el Alto Perú. En esta ciudad [Cochabamba] solo sé de tres bibliotecas particulares, de unos cuatrocientos volúmenes cuando más”. Esto dista muchísimo de la realidad que, por ejemplo, arrojan los datos que ofrece Marcela Inch en relación con la ciudad de Potosí entre 1767 y 1822 (época en la que su esplendor proverbial era cosa de un pasado ya bastante remoto). Es verdad que Cochabamba, la patria de Juanito y de fray Justo, no era lo mismo que Potosí, pero es difícil pensar en una situación radicalmente distinta. Más adelante veremos algo sobre la educación femenina, a fines del siglo XVIII, entre otras ciudades en Cochabamba.
La investigadora mencionada estudió los inventarios de 37 bibliotecas particulares de la Villa Imperial y de regiones aledañas. Varias de ellas (7) tenían menos de 20 libros, por lo que casi no cuentan como “bibliotecas”; otras 20 poseían menos de 100; pero las diez restantes suman en total 3.385 libros. Estas cifras no reflejan sino una parte de las bibliotecas privadas potosinas del periodo, aquella que emerge principalmente de los protocolos notariales y expedientes de juicios que pudo revisar la autora del trabajo. En tales documentos se hace el registro de los bienes de una persona por diversos motivos: entre otros, por testamento o por partición de bienes. Téngase presente también que “durante la elaboración de muchos de estos elencos no se tomaron en cuenta los libros, especialmente si eran escasos”.
La afirmación que Nataniel Aguirre atribuye a su personaje puede sazonarse con otro prejuicio que se mantuvo por lo menos hasta la década de 1940: la idea de que las autoridades impidieron la llegada a América de obras de diversa índole. Bastó saber que la corona de Castilla había emitido, en diversas fechas del siglo XVI, prohibiciones de transportar a las Indias diversos tipos de libros (de ficción, luteranos, etc.), para que muchos creyeran que la realidad se ajustó a tales disposiciones. Sin embargo
[h]istoriadores de diferentes países (Torre Revello, Millares, Lohmann, Leonard y otros) concluyeron que entre la ley y la realidad hubo enorme distancia, y demostraron que, pese a las leyes restrictivas, en Indias se leyó toda clase de libros, comenzando por los de caballería en plenos siglos XVI y XVII y acabando con los antimonárquicos y antirreligiosos en el XVIII.
Como es habitual, el ninguneo puede hacerse pronto y sin pruebas, mientras que un auténtico conocimiento, en cualquier área, es fruto de largos años de investigación. Para llegar a saber algo sobre la circulación de libros en estas tierras y su penetración en la sociedad, hubo que esperar hasta la publicación de estudios que comenzaron a ver la luz a partir de la clásica obra de Irving Leonard, Los libros del conquistador (1949). El autor trata sobre todo los libros de ficción que circularon principalmente en México, pero también en Filipinas y en Sudamérica.
En el último medio siglo los avances sobre historia del libro en la actual Bolivia no llegan ni de lejos a la producción de otros países de nuestro entorno, pero al menos permiten atisbar algo en torno a la llegada y utilización de libros en nuestra sociedad. Uno de los primeros aportes es el de Daisy Rípodas, que publicó en 1975 un esclarecedor trabajo titulado “Bibliotecas privadas de funcionarios de la Real Audiencia de Charcas”. Marcela Inch, por su parte, dimensiona:
mediante el análisis de tres inventarios grandes y cincuenta y nueve inventarios menores procedentes de Potosí y La Plata, de 1572 a 1639 y de 1570 a 1665 respectivamente, la magnitud de la difusión del libro en esas ciudades y la variedad de autores, títulos y temas ofrecidos en ellas por los comerciantes. Oferta que sin duda obedeció a una demanda real y efectiva de una población lectora cuantitativamente importante.
Josep M. Barnadas, además de las piezas fundamentales de las que ya se ha hablado, en 1990 compiló la excelente obra titulada El libro, espejo de la cultura. Estudios sobre el libro. La cultura en Bolivia6, en el que reúne 12 trabajos de distintos autores, de los cuales dos son de interés para nuestro tema. En primer lugar, el de Lorenzo Calzavarini O. F. M., quien, con la ayuda de los inventarios de la biblioteca del convento franciscano de Tarija realizados en distintos años de los siglos XVIII, XIX y XX, observa la diversidad de preferencias (que muestran según el autor, “la relación entre libro, cultura y acción”7) que se fueron manifestando a lo largo del tiempo y que se reflejan en las temáticas que abordan los 8.513 títulos presentes en la biblioteca. En segundo lugar está el capítulo de Édgar Valda, que analiza la biblioteca que tuvo un clérigo rural, José Patricio Gutiérrez, cura del pueblo de Nuestra Señora de la Concepción de Siporo (Partido de Porco, hoy Provincia Cornelio Saavedra, Departamento de Potosí), cuyo inventario se realizó cuando murió, en 1787. Poseía 90 títulos, con un total de 201 volúmenes8.
Rípodas publicó, en 1977-78, un análisis de un epistolario que el desterrado oidor José Agustín de Ussoz y Mozi escribe a un amigo suyo de Chuquisaca, y comprueba:
Nada más significativo, dentro de los afanes del confinado por salir con bien de las dificultades y por reconstruir en lo posible su mundo de antes, que su preocupación permanente por la biblioteca que ha debido dejar en La Plata. Los libros de Ussoz y Mozi, sea que se erijan en asunto único de algunas de sus cartas, sea que aparezcan en otras en breves pantallazos, constituyen el tema por antonomasia de su correspondencia.
En una de sus cartas, en el colmo de su pena, “declara ‘yo, sin libros, no puedo vivir’”. Su biblioteca constaba de 706 volúmenes.
En 1983 la misma autora había examinado los inventarios de 243 bibliotecas privadas chuquisaqueñas del periodo 1681-1825, 117 de las cuales corresponden a los años 1782-1825. Y en 1992 ofrece el análisis de la biblioteca que el funcionario ilustrado Antonio Porlier lleva a La Plata, que consta de 1146 volúmenes; en ella distingue, como es habitual, los libros de uso profesional del grupo de libros “paraprofesionales, en cuanto se consideran útiles para el mismo objeto; y por último, un tercero, de obras recreativas”.
Teodoro Hampe Martínez estudia las bibliotecas en el virreinato del Perú entre fines del siglo XVI y principios del siguiente. Entre otros datos de interés, se encuentra su somera descripción de la biblioteca del criollo Hernando Arias de Ugarte, siguiendo el inventario de sus libros (entre otros bienes) hecho en 1614 cuando, habiendo sido oidor en La Plata y habiéndose ordenado más tarde sacerdote, fue consagrado obispo de Quito. Pasaría más de un decenio hasta que fuera designado arzobispo de Charcas, donde lideró el Primer Concilio Platense, al que acudieron los obispos de las diócesis sufragáneas de Santa Cruz, Paraguay y Río de la Plata. Su biblioteca contenía, en 1614, 640 libros.
Pedro Rueda y otros dan a conocer la intensa circulación de libros de todo tipo y procedencia en los virreinatos americanos. Pedro Rueda, por ejemplo, analiza las denuncias del impresor Serrano de Vargas en 1625 contra la incuria de los funcionarios que debían controlar en Sevilla el flujo de libros internacionales y contra los libreros que lucran gracias a la “distracción” de dichos funcionarios. Denuncias interesadas, gracias a las que esperaba la licencia para establecerse en dicha ciudad. A continuación, muestra el poder que tenía el gremio de los libreros, quienes logran dejar sin efecto el intento de Felipe IV de imponer una alcabala sobre los libros. Muestra también las conexiones americanas de las imprentas sevillanas; conexiones
ligadas a la aventura de publicar con riesgos considerables y con el mercado americano siempre en perspectiva. Basta recordar el caso de las fianzas abonadas por Juan López Román, el más importante librero de la ciudad en la década de los cuarenta [del XVII], tras la visita a las imprentas sevillanas donde se suponía se publicaban algunos libros sin los debidos requisitos legales […], saliendo de las cárceles los impresores y circulando las ediciones detenidas sin problemas.
El mismo autor observa el gran lucro de los agentes sevillanos que supieron posicionarse como intermediarios entre impresores de otros países y la Carrera de Indias:
Los grandes centros productores [de Europa] tienen entre sus objetivos el envío de lotes de libros para su comercialización en América. No en vano, los oficiales impresores franceses afirmaban orgullosos en 1572 que París y Lyon surten a la cristiandad entera libros en todas las lenguas.
Todavía queda mucho por descubrir en ese campo. Es de gran utilidad, por ejemplo, ver qué obras son citadas por nuestros escritores para darse cuenta de que entonces los libros llegaban en muy poco tiempo desde su salida de las prensas en Europa. Es elocuente el caso del agustino criollo Alonso Ramos Gavilán, quien en su Historia […] de Copacabana (1621) incluye una cita del Coloquio de los perros, de Miguel de Cervantes, publicado en 1613. Para que esto fuera posible
en sólo ocho años ocurrió todo lo que sigue: el volumen de las Novelas ejemplares hubo de embarcarse, atravesar el Atlántico, cruzar Panamá, embarcarse otra vez hasta el Callao, ser leído con interés por Ramos Gavilán, quien por otra parte identificó el pasaje que consideró de utilidad para su propósito, lo incluyó en su obra, y esta acabó de imprimirse.
Fuente: El Duende de Oruro
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