viernes, 12 de mayo de 2023

¿Qué queremos decir cuando hablamos de racionalidad?


Artículo de Douglass North, profesor de Economía Política en la Facultad de Economía de la Universidad de Washington, Saint Louis. Premio Nobel de Economía (1993). El profesor North ha dedicado más cincuenta años al estudio de los factores determinantes del desarrollo económico y ha criticado a la ciencia económica tradicional por su falta de atención respecto del papel que tienen las instituciones políticas y los factores culturales en el crecimiento de las economías. De su vasta obra, en Estudios Públicos 34 (otoño 1989) se encuentran traducidos los últimos cinco capítulos de su destacado libro (con Robert P. Thomas) The Rise of the Western World: An Economic History (Cambridge University Press, 1973).

La traducción de este ensayo fue hecha por el Centro de Estudios Públicos con la debida autorización de Kluwer Academic Publishers, de la versión original en inglés “What do we mean by rationality?”, publicada en Public Choice 77 (1993), Nº 1.

En los próximos veinticinco años la tarea central de [la escuela] de opción pública [public choice] será una exploración crítica del supuesto conductual que ella emplea. Es indispensable disectar el supuesto de racionalidad para poder incorporar otros mucho más “realistas”, los que se han de derivar de los diversos modelos mentales que guían la toma de decisiones entre los seres humanos. Y esa disección ¿va a cambiar nuestros modelos? Claro que sí. Si los individuos tienen teorías diferentes para explicar el mundo que los rodea, entonces sus decisiones “racionales” serán diferentes también. Las ideas son importantes. Como lo dijo sucintamente Frank Hahn (1987: 324): “Existe un continuo de teorías que los agentes pueden sostener, y a partir de las cuales pueden actuar sin jamás encontrarse con hechos que los lleven a cambiar dichas teorías”. En tales condiciones no hay un solo equilibrio sino muchos. En este breve ensayo me propongo apoyar los asertos anteriores.

En esencia, la opción pública ha significado aplicar a la política los principios de la economía neoclásica. De la economía se tomó no sólo el supuesto de la escasez, y por tanto de la competencia (supuesto robusto), sino también el supuesto de un mundo sin instituciones ni fricciones, y el supuesto de la teoría de la utilidad prevista, incorporado en el postulado de racionalidad. Ninguno de los dos últimos supuestos es robusto. Si bien los veinticinco últimos años han visto la introducción de las instituciones en la teoría de la opción pública, el supuesto de racionalidad sigue siendo el puntal del análisis. Lo que los teóricos de la opción pública no han considerado es que los dos supuestos están inextricablemente unidos.

En el mundo del economista neoclásico no existen instituciones (o bien, si existen no desempeñan ningún papel independiente), porque el postulado de racionalidad hace que las instituciones resulten superfluas. Sin embargo, las instituciones, definidas aquí como las restricciones que estructuran la interacción humana, existen para reducir aquella incertidumbre ubicua que surge de esa interacción. La complejidad de los problemas que los seres humanos afrontan al interactuar y las limitantes de los modelos mentales que la mente humana construye para resolver dichos problemas han producido una historia de la humanidad muy diferente de aquella otra, poblada de individuos con la omnisciencia que implica el postulado de racionalidad instrumental.

En el mundo de la racionalidad instrumental las instituciones no hacen falta; las ideas, ideologías, mitos, dogmas no importan y los mercados eficientes, tanto políticos como económicos, caracterizan a la sociedad. Pero en el mundo real la información que tienen los actores es incompleta y su capacidad mental para procesar esa información es limitada. En consecuencia, establecen reglas y normas regularizadas para estructurar el intercambio. No se trata de que las instituciones sean eficientes en el sentido de proporcionar transacciones a bajo costo. Las ideas, ideologías, mitos, dogmas y prejuicios tienen importancia porque desempeñan un papel clave en la toma de decisiones y los costos de transacción terminan haciendo que los mercados sean muy imperfectos o que simplemente no existan.

En efecto, los costos de transacción hacen que los mercados políticos sean inherentemente más imperfectos que los mercados económicos. El motivo es muy claro. Los costos de transacción son aquellos en que se incurre al medir lo que se intercambia y al exigir el cumplimiento de lo convenido. En los mercados económicos, lo que se mide son los atributos valiosos de los bienes y servicios o del desempeño de los agentes; el cumplimiento comprende los costos de medir y hacer exigibles los términos del intercambio. La medición se compone de las dimensiones físicas, así como de los derechos de propiedad relativos a los bienes y servicios, o al desempeño de los agentes. Las dimensiones físicas tienen rasgos objetivos (tamaño, peso, color, etc.) y las dimensiones de los derechos de propiedad están definidas en términos legales. La competencia desempeña una función crucial en la reducción de los costos del cumplimiento exigido. Sin embargo, a lo largo de la historia y en el mundo actual, los mercados económicos son con frecuencia muy imperfectos, asediados por costos de transacción elevados y definidos por instituciones que impiden la eficiencia económica. De hecho, lo más importante, cuando se trata de desarrollar economías productivas, es la creación de instituciones que ofrezcan costos bajos de transacción (y de producción).

Los mercados políticos son mucho más proclives a la ineficiencia que los económicos. En ellos resulta extraordinariamente difícil medir lo que se intercambia y, por tanto, exigir el cumplimiento de lo convenido. Se intercambian promesas por votos: entre electores y candidatos en las elecciones, entre representantes en los cuerpos legislativos y entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. Weingast y Marshall (1988) han demostrado en qué forma la estructura institucional de los poderes legislativos genera compromisos creíbles y mejores entre legisladores, y otros, del mismo modo, han observado cómo el marco institucional ejerce un papel parecido entre el poder Legislativo y el Ejecutivo. Pero en una democracia el mandante es el elector y el mandatario es el legislador o bien un funcionario de la administración pública encargado de llevar a cabo políticas legislativas y ejecutivas, y el grado de coincidencia entre los intereses de los electores y las consecuencias de las políticas promulgadas es tenue, por decir lo menos. Esto no se debe sólo a ignorancia “racional” del votante ni a problemas entre mandantes y mandatario. También se debe a que, respecto de la mayoría de las cuestiones de las políticas públicas interesantes e importantes, disponemos de modelos muy imperfectos, y a menudo contrapuestos, entre los cuales elegir. Y como lo afirma mi cita inicial de Frank Hahn, no disponemos de la retroalimentación informativa que nos permita distinguir entre explicaciones contrapuestas. De ahí que los estereotipos ideológicos terminan por imponerse como criterio base de la decisión, y eso ocurre en el más perfecto de los mercados políticos: una democracia integrada por ciudadanos relativamente informados. El hecho cierto es que la causa del mal desempeño económico en los países del Tercer Mundo debe buscarse, fundamentalmente, en la forma de gobierno [polity] que determina las reglas del juego y las aplica. Hasta ahora, el estudio de las formas de gobierno del Tercer Mundo se encuentra en un estado tan incipiente como lo están esas mismas formas de gobierno. Pero hay una cosa cierta: que no se va a adelantar gran cosa en modelar esas formas de gobierno si no se toman en cuenta los límites de la opción o decisión racional y la importancia de las ideologías.

Cuanto he dicho hasta aquí es, sin duda, obvio para cualquier especialista en ciencias sociales que se moleste en mirar más allá de los mercados económicos, tan fuertemente desarrollados, del mundo occidental moderno. Pero, si es así, ¿por qué nos aferramos a un postulado que nos impide hacer frente a los problemas abrumadores que van a continuar insolubles mientras conservemos las anteojeras del supuesto de la racionalidad instrumental? Al fin y al cabo, existe un interesante cuerpo de teoría que ofrece las promesa de quitarnos esas anteojeras. Éste ofrece la promesa de entregar una explicación respecto de la manera en que personas con experiencias diferentes van a derivar modelos mentales distintos para explicar el mundo que les rodea; la manera en la que el conocimiento conduce a una modificación o alteración de las construcciones mentales de las personas. En fin, ofrece la promesa (lejos de cumplirse, por ahora) de entregar una explicación de las ideologías que sustentan los individuos y los grupos, de por qué surgen y qué es lo que las hace durar o las lleva a la extinción.

¿Existe algún otro camino que podamos seguir y que nos lleve a encarar los problemas sin resolver que afrontamos en las ciencias sociales? Los rendimientos decrecientes han sido utilizados desde hace tiempo en la exploración de las dimensiones de un mundo de opciones racionales. Gary Becker y una hueste de especialistas en ciencias sociales que comparten sus ideas han explotado eficazmente la mayor parte de los márgenes económicos y no económicos, y los han estrujado hasta dejarlos, no secos quizás, pero sí casi secos. No me interpreten mal: éste no es un argumento en favor de abandonar el argumento de racionalidad. En aquellos mercados en que existen las transacciones de bajo costo, el argumento de racionalidad es la herramienta correcta. Pero hay que seguir avanzando, si es que confiamos en que la opción pública ha de tener un futuro prometedor.

¿Por dónde comenzar? La respuesta es fácil: debemos definir con la mayor precisión posible el terreno en que el modelo de opción racional ofrece una perspectiva útil. Los elementos claves son la complejidad del problema, cuán completa es la información que se tiene, la frecuencia de la opción y el grado de motivación de los jugadores. Problemas simples, información completa, situaciones repetitivas y una motivación fuerte generan condiciones que se prestan para los modelos de opción racional. A medida que nos alejamos de estas condiciones, debemos explorar no sólo las consecuencias inmediatas, en cuanto a opciones, sino en especial las clases de instituciones que en tales condiciones surgirán para estructurar la interacción humana. ¿Intuyó Heine (1983), verdaderamente, que cuanto mayor es la brecha entre C y D (la competencia del agente y la dificultad del problema), mayor es la probabilidad que el agente imponga regularidades simples a la interacción humana? ¿Qué relación hay entre la manera como funciona la mente y la forma que adquieren las instituciones? Si los individuos desarrollan distinguen dichos modelos de las instituciones, salvo en que unos son internos del cerebro y las otras externas, e imponen una estructura a aquella parte del entorno que se ocupa de la interacción humana.

¿Cómo aprendemos? Particularmente, ¿qué conjunto de circunstancias nos llevan a cambiar los modelos mentales que tenemos y a modificar o alterar las opciones que ejercemos?

¿Por qué existen ideologías, como las doctrinas religiosas o políticas? Ellas son materia de fe antes que de la razón, y subsisten pese a las abrumadoras pruebas en contrario. ¿Qué hace que unas subsistan y otras desaparezcan? Son preguntas antiguas, pero la ciencia cognitiva ofrece la promesa de iluminarlas con una luz nueva y, al hacerlo, de abrir nuevas fronteras en las ciencias sociales. Manos a la obra. 

Imagen: Goya, F. Los monstruos de la razón

Fuente: Estudios Publicos

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