miércoles, 3 de mayo de 2023

¿Dónde queda el instinto humano en la era de los robots?


Observar el comportamiento animal proporciona una consecuencia: no siempre es fácil distinguir los actos conscientes de los instintivos. De forma análoga, que en absoluto idéntica, a la humana, los animales adquieren comportamientos y normas de convivencia de su grupo y de su entorno inmediato. El instinto, lejos de diluirse en el aprendizaje, se modela para adaptarse a los nuevos gestos, a la actitud asimilada.

Los humanos, en nuestro proceso evolutivo, hemos ido reconduciendo el instinto a las circunstancias, como un animal más. Tanto es así que una parte esencial de nuestras inclinaciones, en especial las sociales, son perfectamente explicables desde la animalidad. Ahora que el desarrollo de la llamada «inteligencia artificial» es cada vez más acelerado y que la robótica está cosechando logros cada día más asombrosos es legítimo preguntarse qué será de nuestro instinto biológico. ¿Sobrevivirá a la era de los robots? ¿Quedará obsoleto frente a estas nuevas tecnologías? ¿Nos encontramos ante un nuevo episodio de pugna entre razón e instinto?

«El instinto, lejos de ser una razón inferior, es quizá la intelección más requerida de todas». En sus ensayos, el escritor norteamericano Edgar Allan Poe plasmó esta opinión sobre el papel que el instinto seguía poseyendo en la psique humana, al menos, en el siglo XIX. La ciencia, en este tiempo, le ha dado la razón. La creencia de que instinto y razón son dos caras antagónicas de la misma moneda es falsa. Ambos se complementan en el caso de nuestra especie. Sin ciertas inclinaciones instintivas, como las que se despiertan ante las necesidades básicas, la reproducción y la supervivencia, el individuo no funcionaría, al menos, en su corporeidad.

Desde la Antigüedad clásica y de manera revivida en el periodo ilustrado, el instinto se ha descrito como una inclinación primitiva, una clase de «primer manual» de cómo obrar que en nada nos diferencia de los animales. Quizá quien más profusamente lo llegó a reivindicar fue Jean-Jacques Rousseau en su idea del buen salvaje. Por ejemplo, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, publicado en 1754 y predecesor del más famoso El contrato social, el autor suizo defiende un imaginado ser humano original, libre y mezclado en la naturaleza, que vive feliz y sin preocupaciones hasta el punto de que sólo se junta con otros congéneres para reproducirse, saciando así sus apetitos sexuales. Su contemporáneo Voltaire, cuando recibió una copia del libro, ya acusó a su compañero de «convertir al hombre en una bestia».

Y es que en este supuesto pulso entre instinto y razón subyacen unas dicotomías que son perfectamente rastreables al origen de las primeras poblaciones, ese mismo legado que Aldous Huxley, criticado y aplaudido en su trabajo por partes iguales, presentó como parte de su concepto de la «filosofía perenne»: orden y caos, bien y mal, día y noche, arriba y abajo, cielo y subsuelo, yin y yang, civilización y barbarie. Estas posturas, que podemos encontrarlas en todas las culturas desarrolladas de una o de otra manera, ya sea como partes armónicas de un todo o como fracciones enfrentadas de la realidad, cobraron en el seno de la filosofía la forma de razón e instinto. Mientras la razón permite generar criterios de distinción y ordenar contenidos, el instinto parece contribuir al caos que amenaza el cosmos con su hacer, individualista y absolutamente irreflexivo.

En este sentido, la multitud de estudios científicos realizados desde la segunda mitad del siglo XX resulta esclarecedora: la civilización es una reconducción del instinto, además de una consecuencia de la creciente acumulación de conocimientos. Las normas sociales que desarrollamos e inventamos –como la noción de «derecho»– tienen por fin clave dirigir el instinto natural humano a formas «aceptables», según el grado de conocimiento de cada época. Es por esto mismo que según el grado de desarrollo ético de cada momento histórico y las circunstancias en las que se organizaba una determinada civilización unas actitudes eran mejor o peor toleradas.

También por esa razón, las religiones representaron un indudable factor civilizatorio: los primeros códigos, como el de Hammurabi en Mesopotamia hace casi 4.000 años, se sostenían en la autoridad y en la impronta religiosa. Y también por ese motivo cada intento por eliminar el instinto humano ha resultado un fracaso al atentar contra nuestra propia naturaleza, individual y colectiva. Por otra parte, en cada época no faltan los colectivos y los sistemas de creencias o de pensamiento que defienden un retorno a lo natural. Algunos de los más conocidos fueron los miembros de la Escuela Cínica o los eremitas a lo largo de la Historia. El instinto, por tanto, acompaña a la racionalidad, lejos de diluirse en ella, dando forma definitiva al ser humano. Ambas son dos dimensiones de nuestra naturaleza.

¿Qué será del instinto en la era de los robots?

Como instinto y razón son dos rostros del espíritu humano, el desarrollo de la inteligencia artificial y la creciente implantación de robots autónomos no parecen hacer peligrar en absoluto el impacto que el instinto de nuestra especie tenga sobre nosotros mismos. Al menos, no mientras la intervención tecnológica no afecte al funcionamiento autónomo y natural del cerebro.

Todavía desconocemos (y, por tanto, no existe consenso en firme) qué es y cómo surge, se desarrolla y funciona aquello que llamamos «inteligencia». Se duda de la eficacia de los test tradicionales de coeficiente intelectual, que podrían estar midiendo unas capacidades que, además de limitadas respecto de la totalidad de la inteligencia, se pueden entrenar: es sencillo practicar para mejorar en los resultados oficiales en una prueba de este tipo. La psicología moderna comienza a aceptar que existen múltiples tipos de inteligencia, como la lógico-matemática, la musical, la kinésico-corporal, la emocional y un largo etcétera que más bien sugiere lo alejados que estamos de establecer un concepto bien definido y universal sobre esta cualidad que ni siquiera es exclusiva del ser humano. Por eso, para estudiarla de manera objetiva, se tiende a dividirla en sus manifestaciones.

Cualquier algoritmo es, por tanto, fruto de esta inteligencia en el grado de saber que disponemos hasta el momento. La inteligencia artificial, si es que algún día puede llamársela como tal, será, al menos en su origen futuro, un reflejo de la humana, imagen a semejanza nuestra. Esta realidad ya puede observarse en los incipientes experimentos, donde sesgos muy humanos, como de raza o de género, también en la manera de razonar, son repetidos por el programa. Algunas de estas inclinaciones están estrechamente relacionadas, precisamente, con el instinto y sus consecuencias viscerales, como es el caso de la creencia que los que se parecen a nosotros han de ser preferibles en tanto que deberían ser menos peligrosos.

De llegar a desarrollarse robots «inteligentes» y autónomos serían cuerpos sintéticos con una inteligencia artificial edificada a imagen de la nuestra. Su ausencia de un instinto podría más bien crear uno nuevo bajo los criterios en los que los robots hayan sido programados y, de continuar su propio proceso de aprendizaje por su cuenta, en su propia colectividad. De igual manera, un desarrollo cultural más o menos autónomo. A fin de cuentas, ¿cuál es la diferencia entre la «programación» recogida en nuestros genes y que nos configura la naturaleza biológica y una «programación» en otra clase de código?

Yendo aún más lejos, cuando llegue el momento en que el dominio del «idioma genético» es completo, o casi, ¿no estaremos creando instinto al «programar» especímenes bajo criterios predefinidos y absolutamente artificiales? No es ciencia ficción, sino un debate muy real encima de la mesa de los especialistas en bioética: los OGM, u organismos genéticamente modificados, son una realidad. La diferencia entre el escenario imaginario y el que ya existe es de grado, no de hecho.

Sea como fuere, lejos de desaparecer, el instinto humano acabará por convertirse en un elemento distintivo de nuestra especie en la era de los robots, el dominio acelerado del código genético y la inteligencia artificial. No solo es difícil pensar bajo un prisma racional y científico que va a desaparecer por estar expuestos o conectados a sistemas sintéticos, sino que, todo lo contrario, va a ser el gran reto pendiente para quienes pretendan diseñar robots y chats que imiten el comportamiento humano. De igual manera, frente al delito, las consecuencias casi imposibles de enmascarar que genera el instinto humano cada vez que actuamos servirá de elemento delator para predecir las intenciones y el móvil de cada caso. Porque, al final, solo lo que nos hace ser nosotros mismos nos delatará.

Fuente: Ethic

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