domingo, 29 de octubre de 2023

El derecho a la pereza


Texto del periodista, médico y teórico político franco-cubano Paul Lafargue, publicado por primera vez en 1880. El siguiente es un extracto de su ensayo "El derecho a la pereza", publicado bajo el titulo "Un dogma desastroso". Traducción de María Celia Cotarelo, para la página Marxists Internet Archive.

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo. Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.

En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparen, por ejemplo, el pura sangre de las caballerizas de Rothschild, atendido por una turba de lacayos bimanos, con la tosca bestia de los arrendamientos normandos, que trabaja la tierra, recoge el estiércol y cosecha. Observen al noble salvaje que los misioneros del comercio y los comerciantes de la religión no corrompieron todavía con el cristianismo, la sífilis y el dogma del trabajo, y observen luego a nuestros miserables sirvientes de máquinas.

Cuando en nuestra civilizada Europa se quiere volver a encontrar un rastro de belleza natural del hombre, debe írsela a buscar a las naciones donde los prejuicios económicos todavía no extirparon el odio al trabajo. España, que lamentablemente se está degenerando, puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles; el artista se regocija admirando al atrevido andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como una vara de acero; y el corazón del hombre se conmueve al oír al mendigo, soberbiamente envuelto en su capa agujereada, tratar de amigo a los duques de Osuna. Para el español, en el que el animal primitivo no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes. También los griegos de la época dorada despreciaban el trabajo: sólo a los esclavos les estaba permitido trabajar: el hombre libre sólo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Era también el tiempo en que se caminaba y se respiraba en un pueblo de hombres como Aristóteles, Fidias, Aristófanes; era el tiempo en el que un puñado de valientes aplastaban en Maratón a las hordas del Asia que Alejandro iba luego a conquistar. Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre; los poetas cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses:

O Melibae, Deus nobis haec otia fecit.

Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: "Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido".

Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad.

Por el contrario, ¿cuáles son las razas para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses; los escoceses, esos auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomeranios, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses del Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo mismo? Los campesinos propietarios y los pequeños burgueses: unos inclinados sobre sus tierras, los otros apasionados en sus tiendas, se mueven como el topo en su galería subterránea, sin enderezarse jamás para observar a gusto la naturaleza.

Y sin embargo, el proletariado, la gran clase que abarca a todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, al emanciparse, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; el proletariado, traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo. Rudo y terrible fue su castigo. Todas las miserias individuales y sociales nacieron de su pasión por el trabajo.

Imagen: El goce de la vida (Yutang, Lin). Editorial Sudamericana. 1952. 21 cm. 161 p.

Fuente: Bloghemia

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