sábado, 5 de agosto de 2023

¿A quién pertenece un estilo?


Esta noticia me ha resultado fascinante: hace ya algún tiempo, un artista gráfico polaco muy conocido, Greg Rutkowski, pidió a los gestores del algoritmo generativo Stable Diffusion que excluyesen su nombre de los posibles prompts con los que los usuarios podían pedir imágenes.

¿La razón? Su popularidad era tal, que su estilo de arte clásico aplicado a entornos futuristas o de ciencia-ficción se había convertido en uno de los estilos más solicitados por los usuarios, por encima de artistas tan universalmente consagrados como Picasso, Dalí o Van Gogh. Esto generaba para Rutkowski un problema importante: por un lado, empezaba a encontrarse creaciones por la red en las que realmente le resultaba difícil saber si eran suyas o no. Y por otro, posiblemente más preocupante, estaba presenciando la comoditización de su estilo, su conversión en algo que no solo cualquiera podía hacer, sino que simplemente, dejaba de pertenecerle.

Stable Diffusion reaccionó a la demanda de Rutkowski y abrió la posibilidad de que otros artistas pudiesen solicitar exclusiones semejantes. A partir de ese momento, dejó de ser posible legar a Stable Diffusion, describir una determinada imagen y solicitar que se generase en el estilo de Rutkowski. ¿Cómo reaccionaron los usuarios? Simplemente, tomando una LoRA, una adaptación de bajo rango, una técnica utilizada para ajustar modelos de manera eficiente que permite introducir elementos estilísticos, caras u otras variaciones y que se superpone al modelo genérico, y entrenándola con obras de Rutkowski para poder seguir generando imágenes con su estilo.

La adaptación ha sido hecha únicamente por los usuarios y completamente al margen de la voluntad del artista, lo cual genera todo tipo de discusiones y dilemas éticos, pero también una evidencia clara: la inevitabilidad de la tecnología. De tener un estilo propio, a que este pueda ser incorporado a una creación utilizando un algoritmo determinado, de ahí a que lo puedas hacer con prácticamente cualquier algoritmo, y de ahí… a un filtro en Instagram o en Snapchat que te saque con una estética que parezca creada por el artista. Es lo que hay.

Es exactamente lo mismo que pasó, en su momento, con la música: de tener que ir a adquirirla a una tienda, a que cualquiera pudiese simplemente abrir una aplicación y obtenerla automáticamente, sin que prácticamente nadie pudiera hacer nada más que intentar inútilmente perseguirla y, finalmente, ofrecer la posibilidad de que eso mismo pudiese hacerse tan fácilmente, que compensase pagar una tarifa plana por ello.

Con algoritmos generativos he hecho ya pruebas de todo tipo, y son impresionantes: basta con alimentar a uno de ellos con varios de mis artículos, para que escriba artículos similares sobre cualquier temática, que realmente parezcan escritos por mí. No lo utilizo más que de vez en cuando para hacer revisiones de textos traducidos por mí, pero funcionar, funciona. Y eso en mi caso, escritor más bien discreto, utilitarista y carente de un estilo muy característico… ¡qué no ocurrirá si eres un escritor con un estilo sumamente propio y reconocible! ¿A quién pertenece un estilo? Si tengo la habilidad para ello, podría pasarme un tiempo viendo obras de un pintor determinado, y reproducir posteriormente su estilo con diferentes temáticas. En el mundo de la música, ese tipo de demandas se han vuelto habituales, incluso llegando al absurdo por parte habitualmente de herederos que quieren pasarse toda su vida viviendo de la sopa boba, pero en la pintura o en la escritura son menos habituales.

¿Cómo debe tratar un artista el hecho de que un algoritmo generativo sea capaz de imitar su estilo hasta convertirlo en indiscernible de una creación suya? ¿No estaremos llegando al momento en que eso que llamamos «propiedad intelectual» precisa de algún tipo de redefinición o de adaptación a los tiempos?

Fuente: Enrique Dans

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