domingo, 30 de julio de 2023

El cosmonauta borrado de la historia y los otros datos


Hice un recorrido a través de lo que me dijeron era uno de los secretos soviéticos más escandalosos de la Guerra fría, cuando Estados Unidos tenía astronautas y la URSS cosmonautas en lucha de machines por hacer cosas más lejos, más tiempo, con mejores resultados.

“Esta exposición es la crónica de uno de los episodios más trágicos e increíbles de la historia de la cosmonáutica”, decía el cartel en el Museo Ruso de Málaga, y contaba cómo el 25 de octubre de 1968 fue lanzada desde Baikonur una cápsula espacial tripulada por el coronel Iván Istochnikov. Su misión era acoplar su nave con la del coronel Georgui Beregovoi, que ya daba vueltas alrededor del mundo, pero no lo logró. Las cápsulas nunca se juntaron y el silencio fue lo último que recibieron de Istochnikov. Se esfumó. La cápsula fue recuperada vacía.

¿Qué sucedió? Nadie sabía, pero el politburó “no quiso reconocer la enojosa pérdida de un hombre en el espacio. La versión que pergeñaron fue que el Soyuz 2 había sido una nave totalmente automatizada y sin piloto. Para mantener la credibilidad, las fotografías de Istochnikov fueron sacadas de la circulación o retocadas, los archivos fueron manipulados, los compañeros chantajeados y la familia confinada a Siberia. A efectos oficiales, el cosmonauta Istochnikov no habría existido nunca”. Eso decía el cartel en la entrada del museo.

¡Qué historia!, pensé. El Estado en su papel más oprobioso, haciéndose cargo de borrar a los individuos. Recordé, más que a Stalin, a George Orwell y la reescritura permanente de las versiones oficiales. ¿Pero cómo, quién se dio cuenta, qué pasó?

En los muros se leía la explicación, también de película: un periodista del Washington Post compró en una subasta de Sotheby’s un paquete de papeles viejos pertenecientes al cosmonauta Beregovoi (ese con el que tenía que acoplarse Istochnikov). El periodista, Michael Arena, era un aficionado profesional, absolutamente obsesionado con la carrera espacial de la Guerra fría, y conocía por nombre, rostro y gustos a los cosmonautas famosos, tal como hoy un americanista del futbol puede enlistar la alineación de su equipo. Por eso, como lo hubiera hecho el americanista, se sorprendió al encontrar una fotografía que ya conocía con todos sus héroes, pero con uno de más. ¿Y ese?

En el muro más destacado de la exposición se podía ver la foto que le hizo enarcar la ceja: seis hijos de la URSS, en uniforme y enmedallados, con la torre del reloj del Kremlin como fondo. A su lado estaba la foto oficial, la de los libros, la de la historia. La misma imagen con la misma torre, pero con solo cinco orgullosos camaradas, no con seis.

¿Quién era el sexto elemento? ¿Por qué fue borrado?

Lo que siguió fue trabajo de contactos y de investigación: el periodista dio con las pruebas de la existencia de Istochnikov y le volvió a dar su lugar en la historia con fotos de su matrimonio, imágenes de sus giras como camarada héroe ante los camaraditas soviéticos que admiraban a los cosmonautas y, para rematar, la foto del día del lanzamiento en la que se ve el rostro del coronel ya protegido por el famoso casco Yastreb de policarbonato. La exposición tenía las pruebas de la existencia y la crónica de su desaparición y reaparición.

Qué historia, pensé, y me dispuse a escribir al respecto. Para eso, busqué algunos datos adicionales sobre el periodista, la subasta y el cosmonauta, pero no encontré nada. ¡Qué raro! Sí encontré notas sobre la exposición, contando lo que ahora narro en este texto, y una entrada en Wikipedia desmintiendo la existencia de Istoshnikov y explicando que todo había sido un ardid de un fotógrafo español. ¡Qué tal! ¿El gobierno ruso todavía cubriendo las pistas de las vergonzosas eliminaciones del pasado?

Me encontré otras notas, en sitios desconocidos, advirtiendo que intereses siniestros estaban detrás del caso de Istoshnikov. Busqué al fotógrafo español en la red. Lo encontré en varias entrevistas y me sorprendieron sus declaraciones: aceptaba haber inventado todo, en tono culpable. ¡Cómo! Entonces Ivan, al que vi en su traje Sokol aislante, ¿había sido borrado o no? ¿Estaban presionando al fotógrafo para que él se echara la culpa? ¿Cuál era la invención, la inexistencia de Iván o la reacción borradora del gobierno soviético? ¿Existió, pero nunca fue borrado? ¿No existió y fue añadido?

Escribí al museo, que para entonces ya me quedaba lejos, y me respondieron con claridad:

En respuesta a su pregunta, le informamos que la exposición Sputnik: La odisea del Soyuz 2 consiste en una instalación contemporánea de fotografía y objetos de la época soviética realizada por Joan Fontcuberta, que tiene como finalidad la denuncia de la manipulación de la imagen para crear bulos y noticias falsas en las sociedades contemporáneas.

“Con ese objetivo, este conocido artista, que es Premio Nacional de Fotografía y único español en obtener el prestigioso de la Fundación Hasselblad, se inventa un personaje ficticio que nunca existió, el cosmonauta Iván Istochnikov, dotándolo de su propia imagen (es decir, Istochnikov es Fontcuberta) y crea una historia que mezcla de manera magistral realidad y ficción, con altas dosis de humor e ironía, contextualizada en una época en la que la propaganda y la manipulación informativa y de la imagen estaban al orden del día”.

¡La exposición era una trampa! Y caí redonda. En mi descargo, quiero decir que la exposición no advertía sobre los objetivos y que varios diarios cayeron en la trampa al reseñarla (no buscaron, como yo, más datos). En descargo de Fontcuberta y del museo debo añadir, sin embargo, que la advertencia habría echado a perder la trampa, que era, al fin y al cabo, la meta del fotógrafo. Mostrarnos la fragilidad de la verdad era su tema. Lo logró con tal maestría que tuvo que explicarse en muchas entrevistas, pues lo que recibió fueron reclamos de quienes, como yo, asumieron la verdad de la imagen con base en ideas previas.

Mis prejuicios negativos contra el gobierno soviético (que, por ejemplo, borró a Trotsky de gran parte de la historia oficial) y mis prejuicios positivos frente a lo que hace un museo (que con rigor investiga) me hicieron caer en la trampa. Fontcuberta lo logró: estamos indefensos ante los otros datos. Basta con que el poder los muestre o nos los cuente una autoridad reconocida. Puede ser el gobierno, puede ser la iglesia, puede ser un museo.

Fuente: Letras Libres

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