miércoles, 11 de enero de 2023

La carrera por el control de los chips avanzados se acelera


La fabricación de un microprocesador (chip) avanzado, con transistores (pequeños interruptores que encienden o apagan una corriente eléctrica) de tres dimensiones y unos pocos nanómetros de tamaño (un nanómetro es una trillonésima parte de un metro; es decir, los componentes de los chips son más pequeños que un coronavirus y solo unas 50 veces más grandes que un átomo de hidrógeno), requiere de una enorme interdependencia internacional, que ahora Estados Unidos, Europa y China quieren reducir. Es quizá una de las mayores complejidades del mundo –que aquí intentamos hacer comprensible–, compuesta por una serie de monopolios concatenados, aunque el actor que tiene las riendas es EEUU, si bien en una situación de dependencia de otros, como Taiwán o incluso Países Bajos.

Hagamos primero un poco de historia y pedagogía. El chip se inventó en 1947. La empresa Fairchild Semiconductor construyó uno en 1961 con cuatro transistores (hoy el chip M2 de Apple, de última generación, tiene 20.000 millones de transistores), pero no se empezó a comercializar hasta 1971, de la mano de Intel. Básicamente, hay dos tipos de chips: los de memoria (que conservan datos) y los de lógica (que los procesan). En la actualidad, tres empresas dominan el mercado mundial de chips de memoria: Micron (EEUU), Samsung y SK Hynix (Corea del Sur).

Cada año se fabrican más de un billón de chips en todo el mundo, es decir, tocamos a unos 125 chips por persona. Hay varios niveles de sofisticación, aunque aquí nos interesan los más avanzados, estratégicos para muchas cosas, de la inteligencia artificial a la computación cuántica. Debido a la globalización y a la búsqueda de abaratamiento de costes, el proceso de fabricación de los chips está diseminado por todo el planeta. Unos países los diseñan (EEUU, sobre todo), otros fabrican los aparatos con que cortarlos (Países Bajos), otros aportan el material necesario para crearlos (tierras raras, como China, o gases, como Japón) y finalmente otros los fabrican en sus fundiciones (como Taiwán, para los chips de procesamiento de datos, y Corea del Sur, para los de memoria; entre ambos acaparan un 81% del mercado mundial). Estas fundiciones, llamadas fabs, requieren ingentes inversiones (de 40.000 millones de dólares para arriba, para las más avanzadas), que ahora EEUU o Europa quieren instalar o desarrollar en su territorio. Una excepción a la regla es la empresa surcoreana Samsung, que sí controla gran parte de la cadena, aunque importa los líquidos y gases necesarios desde Japón.

Los chips avanzados, como decíamos, los diseñan y comercializan sobre todo empresas de EEUU, como Intel, Qualcomm y NVIDIA. Apple, por ejemplo, diseña sus propios chips (que suponen entre un 40% y un 60% del precio de sus móviles), pero no los fabrica. Las empresas estadounidenses dejaron de fabricar chips en favor de empresas taiwanesas, como TSCM, un error estratégico que ahora la administración de Joe Biden intenta corregir, quizá demasiado tarde. Incluso el Pentágono, que se reservaba algunos semiconductores muy sofisticados, ya no tira del carro, sino que lo hace la empresa privada. Aunque es DARPA, su Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa, la que está financiando investigaciones sobre las estructuras de transistores en tres dimensiones, llamadas FinFET, utilizadas en los chips lógicos más avanzados. Tres empresas instaladas en EEUU (Cadence, Synopsys y Mentor, esta última propiedad de la alemana Siemens) son las que diseñan tres cuartas partes del software que usan los chips de todo el mundo, lo que les da un inmenso poder.

La fabricación de chips, por su parte, depende de más de medio centenar de tipos de máquinas y dos millares de materiales, productos químicos y gases especiales. El silicio sobre el que se construyen los chips abunda (aunque cada vez se usa más el grafeno, los nanomagnetos y, en un futuro, el biológico ADN), pues se saca de la arena. Pero otras materias primas o productos necesarios, no.  Simplificando, los chips se imprimen sobre obleas circulares de pequeñas dimensiones, de silicio ultrapuro, generalmente de 35 a 40 centímetros de diámetro. Se van imprimiendo por capas, a menudo decenas de ellas (un proceso que se llama litografía o fotolitografía, ahora generalmente por luz ultravioleta para grabar imágenes en una oblea de silicio recubierta de un material de resina fotosensible), que se van limpiando con líquidos y gases, un proceso de gran complejidad e hiperprecisión. Durante el grabado, la oblea se hornea y se revela el chip. El proceso completo de creación de una oblea de silicio con chips, cuyo funcionamiento hay que comprobar después uno a uno con maquinaria ultrasofisticada, consta de miles de pasos. Para extraer los chips de la oblea, esta se corta y trocea con instrumentos ultraprecisos.

De nuevo, tres empresas estadounidenses son esenciales para fabricar los aparatos necesarios para algunos de estos procesos. Applied Materials para las máquinas que depositan finas películas de productos químicos sobre las obleas; Lam Research para el grabado de circuitos en ellas, y KLA para las herramientas que detectan errores nanométricos en obleas y máscaras litográficas. Es decir, que se requieren máquinas estadounidenses (Japón tiene algunas competidoras) para hacer chips avanzados. Y de ahí el control que quiere ejercer el gobierno de EEUU en su venta, con el objetivo de asfixiar la capacidad de producción de chips de China (y por ende sus avances tecnológicos).

La empresa holandesa ASLM (participada por Intel y otras) tiene prácticamente el monopolio de las máquinas de altísima precisión para la litografía con luz ultravioleta profunda o extrema, sin las cuales no se pueden fabricar los chips avanzados. Cada una cuesta unos 100 millones de dólares. EEUU está intentado impedir que ASLM -que ya aplica algunas restricciones a Pekín- no las venda a China.

En todo el proceso de fabricación se utilizan decenas de materiales sofisticados, desde el sumamente escaso Hafnio a metales preciosos y algunas de las llamadas tierras raras, de las que China controla un 90% de su producción mundial, aunque otros países como Japón, España o Chile intentan extraer las suyas. También gases especiales (por ejemplo, para limpiar las obleas), en los que Japón tiene casi un monopolio. Además de producir el 90% de la poliimida fluorada, utilizada para los móviles inteligentes, empresas japonesas producen cerca del 70% del gas de grabado de todo el mundo y alrededor del 90% de las fotorresistencias, unas finas capas de material que se utilizan para transferir patrones de circuitos a las obleas. La japonesa Mitsubishi Gas Chemical planea casi triplicar la producción en EEUU de un producto químico para la fabricación de chips en la próxima década.

En resumen, estamos ante una clara interdependencia, con una cadena de suministros muy compleja construida sobre empresas únicas que controlan el mercado. El gran controlador, como decíamos, es EEUU, gracias a sus empresas de diseño y a las empresas de países aliados. Pero ¿por cuánto tiempo? Para reducir su dependencia, Washington quiere que las empresas implicadas en el proceso se instalen en su territorio, lo que cambiará las cadenas de suministros para fabricar estos chips cada vez más diminutos y potentes. Una posibilidad de la que carece China, que importa más en chips que en petróleo. La taiwanesa TSCM, que ya se va a lanzar a los chips de tres nanómetros de tamaño, está instalando una fábrica en EEUU, pero no quiere que dicha fábrica adquiera tecnología por debajo de los cuatro nanos, para preservar así su primacía.

Las restricciones adoptadas por EEUU para que China no tenga acceso a esta tecnología hacen que Pekín tenga que optar por desarrollar software de diseño de vanguardia, materiales y maquinaria avanzada, y conocimientos de fabricación, entre otras cosas. No es fácil. La ingeniería inversa (es decir, deducir cómo se fabrica algo a partir del producto final) no sirve de mucho en este terreno. Pero ante las restricciones estadounidenses, a China no le queda más remedio que intentarlo, y está comenzando por los chips más básicos. Si lo logra, el mundo habrá cambiado.

Para terminar, dos recomendaciones de lecturas sobre esta complejidad. El excelente Chip War: The Fight for the World’s Most Critical Technology, del historiador Chris Miller, elegido por Financial Times como el mejor libro de economía del año. Y la explicación de la propia empresa ASLM.

Imagen: Forbes

Fuente: Politica Exterior

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