miércoles, 25 de enero de 2023

Emocionarse entre algoritmos


El marco conceptual que Occidente fijó hace unos doscientos años para medir y estudiar la emotividad humana es el punto de partida desde el cual Richard Firth-Godbehere, historiador, filósofo y lingüista británico y considerado uno de los principales especialistas mundiales en el ámbito de las emociones, vuelve a preguntarse, ya entrado el siglo XXI, qué significa “emocionarse” en una era de robotización creciente y distanciamientos digitales de todo tipo.

Pandemia de covid mediante, volver a interrogar esa construcción cultural a la que denominamos “emoción” supone considerar las mutaciones de los marcos de relación entre las personas. El “aplanamiento emocional” que anuncia el autor hacia el final del libro está claramente relacionado con el devenir de una época en la que las amistades se ven mediadas por pantallas, las relaciones de pareja se inician y construyen a través de aplicaciones, y las respuestas anímicas a los distintos estímulos psicosociales se viven y cronometran en términos de “reacción”.

Pero no todo lo que sentimos es una “emoción”, por supuesto. No lo son el hambre o el frío, por ejemplo, y la emotividad contemporánea (el menos según el conjunto de herramientas que actualmente se utiliza para estudiarla) se ha distanciado, en su definición, del “temperamento” (la forma en que las emociones hacen que una persona se comporte), las “pasiones” (eso que vivimos en el cuerpo, pero que se contagia al “alma”) o los “sentires” (el sentimiento identificable en una situación determinada).

Convergencia entre cultura y biología

Unificados todos esos conceptos bajo el paraguas metodológico de la “emoción”, la convergencia entre cultura y biología tiene especial importancia en el recorrido teórico que se propone Godbehere, que reencuentra en el pensamiento de distintas figuras y a lo largo de la historia los componentes biológicos y evolutivos del sentimiento, inmersos en distintos espacios y tiempos culturales.

Se advierte, por lo tanto, que una secuencia emotiva está siempre inscripta en una época, y que el modo de concebir y expresar los sentimientos resiste las categorías de un entendimiento generalizado.

Los historiadores de la emoción utilizan algo llamado “marco conceptual” para establecer índices de lectura, contemplando series de reacciones emotivas concretas pero en distintos tiempos y contextos históricos para advertir los correspondientes sentidos y determinar los posibles significados. Esos marcos conceptuales presuponen la existencia de cuatro variables, a través de las cuales el secreto universo interior de las emociones se vuelve objeto de representación.

El modo en que Godbehere transporta ese “marco conceptual” entre épocas es extremadamente didáctico e ilustrativo, y en su recorrido traza un círculo perfecto para enlazar la antigüedad clásica de Platón y Aristóteles con nuestro presente algorítmico diseñado y proyectado a escala universal.

Los cuatro soportes del “marco conceptual” (“Régimen”, “Trabajo”, “Refugio” y “Comunidad”) van dando cuenta, respectivamente, de las distintas maneras en que las sociedades que habitamos nos imponen determinados comportamientos emocionales, del esfuerzo que supone adaptarnos a ellos, de cómo ese esfuerzo es arduo y debe ser aliviado a través de distintos recursos, y de cómo las corrientes de sentimientos compartidos que cohesionan a una determinada comunidad pueden explicar los distintos comportamientos sociales que una misma persona asume en las más diversas situaciones.

Godbehere empieza y termina con los griegos porque el tiempo cíclico en el que ellos vivieron explica un sentido de totalidad absolutamente reñido con el fragmentarismo de la posmodernidad, y es en ese límite donde conviene optar por una teoría “total” de los sentimientos. Impulsado por Lyotard, Foucault y algunos otros, el llamado “Fin de los Grandes Relatos” del ocaso del siglo XX fue, en buena medida, responsable de la proliferación de teorías de las emociones que, partiendo del análisis particular de grupos, pretendieron extender sus conclusiones a la humanidad en su conjunto.

Crítica a Paul Ekman

Godbehere se muestra muy crítico de las teorías esbozadas por el psicólogo norteamericano Paul Ekman, que hacia fines de los años 60, fascinado como estaba por la comunicación no-verbal, trató de “medir” las emociones humanas a través de las expresiones faciales.

Ekman estaba convencido de que todos los seres humanos adoptaban las mismas expresiones faciales en respuesta a sentimientos idénticos, y allí donde creyó advertir un vínculo universal de emociones “innatas” procedió a construir un patrón de seis emociones básicas (felicidad, ira, tristeza, repugnancia, sorpresa y temor) necesariamente presente y verificable, según él, en cualquier sociedad.

Godbehere prefiere, en cambio, hablar de “construcción psicológica de las emociones”, la propuesta que, a fines de la década de los años ochenta, Lisa Feldman Barrett elaboró como alternativa al modelo de Ekman.

Para Barrett, las emociones son algo mucho más complejo que una concordancia, por ejemplo, entre gestos y voces, ya que para su producción el cerebro procesa de manera simultánea toda una variedad de factores psíquicos (sentimientos internos, percepciones del mundo exterior, patrones culturales aprendidos, etc.) e interpreta toda esa información según un contexto cultural fuera del cual es imposible situarse.

Que a menudo ese proceso se base en el cotejo de datos contradictorios es lo que impide, por ahora, la creación de “máquinas emocionales”, es decir, de inteligencias artificiales capaz de desarrollar una emocionalidad propia.

Al fin y al cabo, Francis Scott Fitzgerald, el autor de El Gran Gatsby, ya había advertido que uno de los indicadores más precisos de la inteligencia de una persona radica, justamente, en esa capacidad para barajar dentro de su mente dos ideas incompatibles entre sí.

Fuente: Clarin

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