viernes, 26 de marzo de 2021

La inteligencia artificial y algunos androides puestos a soñar


En el relato original que hace Protágoras, Prometeo y Epimeteo distribuyen, por encargo de los dioses, capacidades y atributos entre los seres humanos. Pero Prometeo, por iniciativa propia, les cede también el poder conferido por el dominio de la razón técnica. Esa osadía divina fue la que sirvió como punto de apoyo e inspiración para que en 1816, en la brumosa mansión de la Villa Diodati a orillas del lago Léman de Ginebra, Mary Shelley modernizara el mito griego clásico a través de la desestabilizadora figura del Doctor Frankenstein.

La obsesión por crear vida artificial que dominaba a aquel ficticio y afiebrado estudiante de medicina tardó poco más de un siglo en producir efectos en la realidad. Frankenstein, o el moderno Prometeo arrojó sobre las posibilidades de la ciencia una pátina de oscuridad que se extendería hasta la primera mitad del siglo XX, cuando la fisiología experimental reavivó el interés por la obra de Shelley y la más ominosa de las preguntas volvió a sacudir los claustros científicos: ¿podía el laboratorio transformarse en el lugar donde el hombre equiparara el poder creativo de Dios?

La palabra “Robot” (del checo “robota”, que literalmente refiere a “trabajo”y fue introducida por el escritor Karel Capek por primera vez en el año 1920, en la obra de teatro R.U.R) refiere a una máquina capaz de imitar algunos movimientos o funciones del cuerpo humano, pero todavía carente de “alma”. La posibilidad de introducir emociones humanas en un autómata ya había sido, sin embargo, objeto de pruebas de una literatura fantástica y terroríficamente especulativa que funcionaba como desprendimiento del romanticismo y anticipaba lo que hoy llamamos ciencia ficción.

Tanto en El hombre de arena (1817) de E.T.A. Hoffman como en La Eva futura (1886) de Villiers de L’isle Adam, sendas “personas artificiales” se confundían entre los seres humanos para trastornar percepciones y convicciones, dejando a la intemperie las zonas de sombra de un racionalismo cuyas esperanzas en el ilimitado progreso científico de la humanidad habían terminado por liberar aquellos avances de cualquier obstáculo ético y moral.

Pinocho le pedía al Hada Azul ser “un niño de verdad”, y la concesion de ese deseo asociaba la humanización con el sufrimiento. Pero ¿puede una “cosa”, en el caso de la obra de Carlo Collodi un muñeco de madera, realmente sufrir?

Como atributo de la sensibilidad humana, el dolor físico y psíquico jugaba allí el papel revelador de aumentar la realidad que rodeaba al protagonista. El sufrimiento (al obligarnos a aprender cómo evitarlo) nos protege como especie y confirma al ser humano como eslabón fundamental de la creación, pero para Collodi no era más que un atributo del pensamiento.

La crueldad de la obra original del periodista y escritor italiano puede funcionar como clave para ubicarlo como antecesor de Wittgenstein: sentir dolor equivale a pensar qué es el dolor. Entonces: ¿Puede una máquina pensar el mundo de la misma manera en que lo piensa un ser humano? Las sublimes, inmortales palabras finales del androide/replicante, interpretado por Rutger Hauer en la culminación de Blade Runner (1982), basada en una obra literaria de Philip K. Dick, arriman una respuesta.

Ya en 1950, Alan Turing, considerado el padre de la informática moderna, había sentado las bases de los estudios sobre inteligencia artificial al preguntarse si realmente era posible construir una máquina pensante, encrucijada que no es sólo científica sino moral. Y a la que la ciencia ficción como género comenzó a ofrecer respuestas que pivotearon, con variaciones, sobre ese evento futuro al que otro pionero de la computación, John von Neumann, definió como un acontecimiento tecnológico en la historia de nuestra especie más allá del cual los asuntos humanos, tal como los conocemos, no podrían continuar.

A partir de allí, la singularidad anticipada por Neumann se volvió, en manos de novelistas y cineastas, catástrofe maquínica y conflicto biológico. Hasta hoy, la llamada “Inteligencia Artificial” ha logrado copiar el proceso de pensamiento humano, pero no imitarlo. Si esto ocurriera, ¿hasta qué punto estaríamos, como especie, en peligro?

En la reciente ficción Máquinas como yo, el escritor inglés Ian McEwan imagina una Inglaterra de los años 80 totalmente distópica, que ha perdido la guerra de Malvinas y en la que Alan Turing no sólo no se ha suicidado a causa del escarnio público que siguió a los juicios por homosexualidad que se le realizaron en los años 50, sino que ha creado dos prototipos de seres humanos sintéticos capaces de diseccionar la psicología de las personas “reales” con un grado aterrador de precisión y sofisticación.

La vida artificial mejorando y suplantando la “calidad” de la humanidad es la contraseña aterradora de esa ciencia ficción que alumbra un mundo donde seres humanos y androides dotados con sus mismas características intelectuales conviven de mala manera y deben zanjar sus diferencias, como en el parque de diversiones de Westworld, donde los androides se rebelan contra sus creadores.

En Alien, el octavo pasajero (1974) de Ridley Scott, la siniestra “Mother” es la inteligencia artificial que conduce y domina la nave espacial Nostromo, vuelta coto de caza sideral, soslayando cualquier voluntad humana que atente contra la misión biológica que se le ha encomendado a la expedición científico-militar de la que participa la aguerrida teniente Ripley encarnada por Sigourney Weaver.

La no menos autoritaria HAL 9000 de 2001, una odisea del espacio (1968, un año antes de la llegada a la luna) de Stanley Kubrick, adaptada de una novela de Arthur C. Clarke, se arrogaba el poder de decidir si los astronautas a su cargo estaban o no “fallando” en sus objetivos, y la todopoderosa Skynet –anticipación escalofriante de la hoy omnipresente World Wide Web– optaba por la eliminación de la raza humana a nivel global en un microsegundo, tal como el desesperado combatiente del futuro Kyle Reese le relata a la aterrada Sarah Connor en la seminal Terminator (1984), de James Cameron, acaso la más imaginativa y contundente especulación ficcional sobre una futura guerra entre el hombre y las máquinas inteligentes que él mismo ha perfeccionado.

Fuente: Clarin

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